La guerra estuvo tan a punto de estallar, que dependió de un accidente meteorológico tan azaroso como una tormenta marina, o del silencio y la prudencia con la que algunas tropas argentinas entraron en territorio chileno la madrugada del 21 de diciembre de ese año. Hubiera sido una irreparable matanza entre las dos más brutales dictaduras militares del sur continental: la de Jorge Videla y la de Augusto Pinochet.

Si no hubo guerra fue porque los dos países aceptaron la mediación del Papa Juan Pablo II, que envió a Argentina y a Chile a su delegado personal, el cardenal Antonio Samoré, un hombre en apariencia frágil y amable que escondía la personalidad de un halcón del Vaticano, un irreductible capaz de decir las cosas más duras con una sonrisa y una voz sutil y casi graciosa. Ese tipo salvó la paz.

La disputa territorial entre los dos países estaba centrada en el trazado de la boca oriental del canal de Beagle, que afectaba la soberanía de las islas ubicadas al sur del canal y sus espacios marítimos adyacentes.

Las tres principales islas afectadas por el trazado de límites eran las Lennox, Picton y Nueva. Su significado estratégico proyectaba el alcance de los dos países al territorio antártico y habilitaba el acceso de Chile, un país del Pacífico, al Atlántico.

En 1971 ambas naciones firmaron un acuerdo por el que sometían el conflicto al laudo arbitral de la reina Isabel II de Inglaterra. El fallo se conoció recién el 2 de mayo de 1977: beneficiaba casi todas las pretensiones chilenas y le daba soberanía sobre las islas. Chile, en manos de Augusto Pinochet, lo aceptó de inmediato, lo hizo ley y hasta nombró alcaldes de mar. Argentina declaró nula la sentencia por -alegó- deformación de las tesis argentinas, abuso de las prerrogativas de la Corte, contradicciones lógicas, yerros de interpretación, errores geográficos e históricos y por parcialidad. Aquello parecía no tener arreglo.

El fallo desconocido por la Junta Militar Argentina integrada por el general Jorge Videla, el almirante Emilio Massera y el brigadier Orlando Agosti, decidió encarar un rearme de las fuerzas armadas y diseñó la “Operación Soberanía”, que contemplaba la ocupación por la fuerza de las islas que el laudo había otorgado a Chile.

La movida militar había puesto como fecha clave para las operaciones entre el 15 y el 20 de diciembre de 1978, si es que antes habían fracasado todas las posibilidades, débiles, de un acuerdo con Chile. Argentina iba a ocupar las islas Evout, Barnevelt y Hornos y, si existía una respuesta militar por parte de Chile, que era inevitable, los ataques argentinos se concentrarían sobre las ciudades chilenas de Punta Arenas, vecina a Ushuaia, Puerto Williams y Porvenir.

Aquel 1978, Videla y Pinochet, se encontraron en la base militar de El Plumerillo, Mendoza, para intentar un acercamiento de posiciones. Fue en vano. Los dos equipos de asesores y colaboradores deliberaron durante ocho horas sin llegar a nada. Casi una semana después, el miércoles 25, Argentina anunció que rechazaba de plano el Laudo Arbitral del Beagle firmado por Isabel II. Al día siguiente, Videla y Pinochet volvieron a encontrarse, ahora en Puerto Montt. Al final de la reunión se firmó el Acta de Puerto Montt que acordaba la formación de comisiones negociadoras que, en tres etapas, debían sí o sí encontrar una solución definitiva el drama limítrofe.

No sólo Argentina se había rearmado. Chile hizo lo mismo y en previsión de lo que se avecinaba, movilizó a sus unidades de montaña hacia los pasos cordilleranos, reforzó, mediante un puente aéreo, el despliegue de tropas armas y equipos en la región patagónica de Aysén y en las llamadas provincias magallánicas de Última Esperanza, Magallanes, que incluía a Punta Arenas, y Tierra del Fuego. Enfrentaban así el plan secreto argentino, destinado a “cortar” a Chile en varias partes de su geografía por medio de una invasión de tropas.

El 16 de octubre, los cardenales eligieron Papa al polaco Karol Wojtyla, el primer Papa no italiano en más de cuatro siglos. Wojtyla, que tenía cincuenta y ocho años, eligió honrar a su antecesor y adoptó el nombre de Juan Pablo II.

La negociación directa, propuesta de Videla que con los meses mudó de opinión, era imposible: la intransigencia de las dos naciones en pugna hacía de esa opción más una esperanza que una probabilidad. Los servicios de un mediador también planteaban cierta desconfianza.

El nombre de Juan Pablo II como mediador empezó a sonar cada vez más fuerte: su autoridad moral y la del Vaticano, le daban cierto crédito al atribulado nuevo Papa.

Los dos países se dieron una última chance. Fijaron un encuentro de cancilleres en Buenos Aires para decidir quién sería el mediador y cuáles las diferencias sobre las que debería decidir. Antes de ese encuentro, el Comité Militar argentino (Viola, Massera y Agosti) resolvió apoyar y promover la mediación papal. Si todo fracasaba, entre el 15 y el 20 de diciembre empezaría la guerra. Mientras se hablaba de mediación, Argentina y Chile desplazaban hacia la larga frontera en común a miles de efectivos.

La “Operación Soberanía” siguió adelante. El 19 de diciembre apareció luego en la historia reconstruida del conflicto, como el Día D. Esa noche, la Armada argentina invadiría las islas fijadas en el plan, pero una tremenda tormenta hizo que se postergara la acción militar. Todo se postergó para la noche del 21, cuando la mediación papal ya era un hecho: sólo faltaba que Videla y Pinochet la aceptaran.

Una vez aceptada, el Papa le anuncia al mundo que había detenido la guerra y que mandaría a su representante personal, el cardenal Antonio Samoré.

Samoré llegó a Buenos Aires el domingo 26 de diciembre. Era un hombre menudo, tenía 73 años, una apariencia de sacerdote de pueblo dura de negar, una voz cantarina y un andar como de asombro permanente que lo hacía aparecer frágil y afable. Hablaba español a la perfección, se equivocaba cuando quería para parecer simpático, desorientado, o para ganar tiempo en una respuesta.

El Papa no había enviado a un mediador, había enviado a su mano derecha y lo había hecho su representante personal. Samoré era Wojtyla que llegaba con un único fin: alcanzar la paz entre las dos naciones.

Lo primero que hizo el cardenal fue entrevistarse con el canciller Pastor y luego, en Chile, con el canciller Cubillos. También hizo algo más, digno de la estrategia vaticana: soltó una frase que quedó grabada en piedra: “Veo una lucecita de esperanza al final del túnel”.

La estrategia de Samoré dio sus frutos el 8 de enero de 1979. Ese día, en el Palacio Taranco de Montevideo, Samoré, Pastor y Cubillos firmaron un acta que fijaba con amplitud el alcance de la mediación y en la que los dos gobiernos se comprometían a no hacer uso de la fuerza, a retornar al “statu quo” de inicios de 1977 y a abstenerse de tomar medidas “que turbasen la armonía entre las dos naciones”.

Por fin, después de años de negociación, el 29 de noviembre de 1984, los cancilleres de Argentina y Chile, Dante Caputo y Jaime del Valle, firmaron en el Vaticano y ante el papa Juan Pablo II el “Tratado de paz y Amistad entre Argentina y Chile” que puso fin al conflicto por el Beagle. (Fuente: investigación del periodista Armando Amato con intervención propia).

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