Por Silvana Melo

Sabrina Ortiz es un emblema de ese otro país desdeñado por el feudo mediático. Lleva en su cuerpo las consecuencias del agronegocio que mueve a la ciudad donde vive; esa fábrica de divisas que necesita el país pero que ha roto de a pedacitos su salud, la de su familia y la de tantos vecinos que ella fue descubriendo en timbreos desesperados que reemplazaron la acción del estado. Sabrina Ortiz tiene a sus hijos enfermos, perdió un embarazo, tuvo dos ACV y es consciente de que su organismo es una bomba de tiempo aleatoria activada por el veneno de la producción y la desidia del estado. Hay un pedazo de país, el que lucha desde abajo mordiendo los tobillos del poder, donde Sabrina es referencia. En el otro, el de los que ganan, es desairada, amenazada, ignorada. Ante el desprecio de las instituciones y sus dirigencias, estudió Derecho para defenderse y defender al desamparo vecino.

Hace pocos días hizo una síntesis fatal de este tiempo en un espacio clave: un aula del Hospital Garrahan, que Mercedes “Meche” Méndez, enfermera de Cuidados Paliativos abre de tanto en tanto en sus Jornadas de Salud Socioambiental, para prenderle mechas al sistema. Para hablar en el centro de salud para la niñez de la infancia que se devoran los cánceres de la agroindustria. Donde van a escuchar los ávidos. Pero los responsables de la salud, los oncólogos, los infectólogos, los endocrinólogos, los neumonólogos, suelen plantar una ausencia que brama. Pero Meche Méndez insiste. Y quita las sábanas bajo la que se esconden los monstruos.

A Sabrina el modelo productivo le fumiga frente a su casa. En Pergamino –que late al ritmo de la patria sojera- unas 70 empresas “lucran con el agronegocio donde Bayer Monsanto es la cabeza”, dice. “Donde estratégicamente se elabora esta colonización del pensamiento a nivel cultural al punto de creer que el campo con el modelo productivo actual nos va a quitar el hambre a todos”. Pero cuando los cuerpos empezaron a reaccionar ante el veneno, “nadie nos preguntaba en qué zona vivíamos o en qué forma nos alimentamos”.

Once años y un embarazo

En 2011 Sabrina Ortiz ya denunciaba los venenos frente a su casa. “Yo estaba embarazada de seis meses y producto de una fumigación perdí el embarazo”. A la vez, su hija mayor reaccionaba con problemas respiratorios cuando se fumigaba. Y empezó a enfermarse cada vez más. Después de un derrotero de consultorios, hospitales y estudios, “mi hija no podía caminar, estaba en silla de ruedas, no podía ir a la escuela. Le detectaron quistes en los huesos” y un tipo de osteomielitis muy poco común, “que no sabían cómo tratar”.

Cuando tomaron conciencia de que vivían en una zona fumigada, “nos derivaron a Toxicología Ambiental en el hospital Austral de Pilar”. Encontraron un exceso de agroquímicos en los cuerpos de sus niños. Y desnudaron una realidad atroz: todos sus males provenían del sistema productivo y su desdén por la salud humana. “El cuerpo, nos dijeron, no sabía cómo solventar esa situación”.

Cuando fumigaban “cerrábamos las ventanas y lo que fumigaban quedaba dentro”; cuando abrían, “entraba más”. Resultaba muy complicado, dice, “manejar eso a nivel de la psiquis”.

Su hijo Ciro albergaba una concentración 120 veces mayor de agrotóxicos de lo que puede tolerar su cuerpo. Los dos chicos tuvieron que soportar tratamientos complejos en cuerpitos atravesados por los venenos. Sus hijos sufren daños genéticos: la genotoxicidad fue comprobada por los exámenes de la doctora en Ciencias Biológicas Delia Aiassa. Sabrina tiene en su cuerpo “sustancias neurotóxicas en altas concentraciones; tuve dos ACV y el neurólogo me aclaró que todo puede dispararse en cualquier momento. Es una bomba de tiempo”.

Mira alrededor en el aula del Garrahan y nota la ausencia. “Este lugar debería estar lleno porque los médicos tienen la palabra autorizada en el tema. Yo puedo hablar como docente, como mamá, como abogada, por los trayectos recorridos durante la enfermedad de mis hijos. Pero nos ha faltado en Pergamino la voz de un facultativo que dijera ‘esto tiene que ver con los agrotóxicos’. Celebro entonces a los que están hoy acá y lamento que no esté el resto”.

La ordenanza que crea un registro de tumores en Pergamino no se ha reglamentado. Es que las instituciones oficiales no parecen muy interesadas en conocer cuánto cáncer y de qué origen se produce en la ciudad. Por estas cosas Sabrina y varios vecinos salieron a golpear puertas y preguntar por la salud en cada casa. “En 8 manzanas de un barrio encontramos 53 casos de cáncer, entre ellos muchos niños. Y dentro de ese barrio, en el tanque central del agua que consumen los vecinos, 19 sustancias agrotóxicas. El 46 % se determinó como cancerígeno. Y el resto como disruptores endocrinos”.

Sacrificio humano

Sabrina Ortiz se planta ante un modelo “completamente destructivo” que necesita del sacrificio humano. Las víctimas “son siempre nuestros hijos y lo serán las generaciones futuras”. Mientras “pedimos una medida cautelar”, el Intendente “inaugura una planta de Bioceres”. Y crece la desazón cuando el mismo modelo pone en escenas maratones que recaudan fondos para un centro oncológico y los que corren “llevan la remera auspiciada por Bayer Monsanto”. O “cuando fumigan la escuela rural pero a la vez regalan el kit escolar o instalan el gas”.

Todas fotos de “una perversidad que se ve en todos los ámbitos sociales”. Entonces, cuando el modelo feroz tocó a sus hijos, Sabrina empezó a “transitar una causa judicial”. En 2017 se recibió de abogada para defenderse y defender. Gracias a esa lucha la justicia federal vio. Vio las fumigaciones a metros de las casas y las escuelas. Vio las consecuencias en la salud humana. Entrevió los posibles orígenes de tanto cáncer inexplicable. Y en 2019, el juzgado federal de Primera Instancia en lo Criminal y Correccional Nº 2 de San Nicolás, a cargo del juez Villafuerte Ruzo, determinó la prohibición de fumigar a menos de 1.095 metros de cualquier emplazamiento urbano de Pergamino y a 3.000 metros si la pulverización se hace por aire. Sabrina llevaba como bandera los estudios genéticos de su familia para querellar.

A la vez, tres productores rurales y dos funcionarios municipales fueron procesados por contaminación ambiental con riesgo de la salud humana y por incumplimiento de los deberes de funcionario público.

“Como abogada represento a mis hijos y a la población de Pergamino”, dice Sabrina Ortiz en el aula reveladora del Garrahan. “Hay más de 70 historias clínicas en esta causa que muestran la salud afectada. Fallecieron muchos de los 53 casos de cáncer. Muchos que no alcanzaron a atenderse”. En Pergamino, como en tantos distritos diseminados por el mapa sojero del país, pocos médicos se atreven a firmar certificados con el origen de los cánceres. Pocos especialistas denuncian esta emergencia sanitaria en un modelo productivo donde piezas importantes de la sociedad lo son también del sistema. “Hace unos días una reconocida oncóloga de Pergamino habló en los medios sobre la cantidad de casos de cáncer, muchos de ellos en niños. Pero no se aclara que vivimos en un núcleo sojero. Que se usan más de 3.100.000 litros/kilos por año de agrotóxicos. No se habla del posible origen”. No se habla de un suelo, de un aire, de un agua asaltados y copados por los venenos de ese sistema biocida. “Consumimos la dosis de plato fumigado a diario. Eso es también una bomba de tiempo”.

Amedrentamientos, atentados, amenazas, disparos en el frente de su casa, bidones vacíos de agrotóxicos en la puerta. A pesar de todo, Sabrina Ortiz decide seguir poniendo el cuerpo. Un cuerpo que es muestra clara de los daños no ya colaterales sino centrales de un sistema vertebral en la economía del país. “La salud no se negocia”, dice ella, convencida de que “no podemos quedarnos sentados esperando la muerte”. No está dispuesta a resignarse a “que los hijos de los hijos de nuestros hijos sigan sufriendo”.

Por eso, cuando la Medicina, el Derecho y el propio estado, colonizados por el agronegocio, la dejaron tan sola, tuvo que “hacer justicia por lectura propia”. Y abrió esas puertas que parecían cerradas para siempre.

Fuente: Pelota de Trapo

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