Por Jaime Huenún Villa.
Es ya casi una rígida tradición que las muertes de grandes poetas chilenos coincidan con ciertas coyunturas políticas. Neruda muere, por ejemplo, poco después del Golpe; Lihn fallece meses antes del plebiscito del ’88; Carlos Ibañez del Campo preside el velatorio de Gabriela Mistral; Pablo de Rokha es velado por Salvador Allende; Gonzalo Rojas recibe en su sepelio rimbombantes honores de Estado.
La muerte de Parra no podía ser menos y ocurre el mismo día en que Sebastián Piñera presenta a sus ministros en el ex Congreso Nacional. Obligado por las circunstancias, el electo presidente pide un minuto de silencio, no sin antes ponderar el carácter «irreverente y audaz, lleno de talento e imaginación» del occiso, agregando esta rimada perla retórica: «Lo último que le faltaba a Nicanor Parra para ser inmortal, era precisamente haber dejado este mundo terrenal.»
No sabemos si el detonante fue algún chiste de ultratumba del travieso antipoeta, pero el caso es que la ceremonia se desbarrancó en una serie de lapsus y papelones, empezando por la caída de una cartapacio lleno de documentos – que una bella asistente debió recoger de entre las piernas de su jefe- hasta llegar al momento en que el líder de la derecha alude al cuadro “El descubrimiento de Chile” de Pedro Subercaseaux, confundiendo a su personaje central – el conquistador Diego de Almagro- con el extremeño Pedro de Valdivia. Tal vez convenga aquí irnos insidiosamente por las ramas e informar al respetable que Almagro fracasó en su intento de conquista, y que Pedro de Valdivia perdió la vida y la cabeza ante el ejército araucano en la cruenta batalla de Tucapel.
Parra, que en mayo de 1994 se declaró mapuche en un cerro de Temuco, dejó un poderoso legado poético y habría que estar enfermo del chape como para no reconocer que obras como Poemas y Antipoemas, Obra gruesa, Artefactos, Sermones y Prédicas del Cristo de Elqui y Discursos de Sobremesa constituyen libros explosivos cuyo poder de fuego de seguro aumentará con el tiempo. Sin embargo, tras la figura del vivaracho y agudo abuelito pop, del escritor escéptico e irónico y del conversador ameno e hipnotizante, coexistía el ladino caballero campechano que hizo de la prensa, de la actualidad política y de sus incontables fans un capital contante y sonante con el que negoció fama y vigencia por más de cincuenta años.
El impacto cívico y mediático de la muerte de Parra demuestra, una vez más, que poesía y política aún mantienen vivito y coleando un azaroso e interesado contubernio. Finalmente no hay escritor chileno que rechace honores o que pueda, aunque quiera, hacerle el quite a la comedia y la tragedia del país, como no hay político que no prestigie su discurso y su conducta con la palabra o compañía de un poeta, sobre todo si éste vive o muere en la cumbre de su fama.
La poesía y la política siguen entre nosotros haciendo espurios o nobles tratos, intercambiando dones, objetivos y lenguajes y haciendo polvo la censura que Platón aplicó a los aedas hace veinticinco siglos atrás.