Por Juan Becerra Acosta

A inicios de semana se registró, de nuevo, un tiroteo en una primaria de Estados Unidos. Sucedió en la Escuela Covenant, institución educativa católica para niños de entre tres y 11 años de edad, ubicada en Nashville, Tennessee. Se trata de la balacera masiva número 129 en lo que va del año en el vecino país del norte. Ocurrió el día 86 de 2023, es decir, en Estados Unidos se han producido, desde el 1º de enero, 1.5 tiroteos al día en promedio. Así, en la nación que dice ser paladín de la justicia y que vigila, como policía del mundo, la paz, el respeto a los derechos humanos y la democracia en otros países, pero no voltea a ver dentro de su propio territorio, donde para un adolescente es más sencillo comprar una metralleta que una cerveza.

Audrey Hale era una joven de 28 años de edad que hace algún tiempo estudió la primaria en la Escuela Covenant, institución que tiene poco más de 200 alumnos y en la que laboran unas 40 personas entre docentes y personal administrativo. El lunes pasado Audrey ingresó a su antigua escuela por una puerta lateral, lo hizo portando armas de alto calibre que obtuvo de manera legal –dos rifles de asalto tipo AR y una pistola–.

Una vez que ingresó a la primaria abrió fuego, mientras recorría pasillos y subía escaleras, contra quien tuviera enfrente. Asesinó a tres menores de apenas nueve años y a tres adultos, posteriormente fue abatida por la policía, la cual le encontró planos de la escuela en los que habría marcado la ubicación de los accesos, así como de las cámaras de seguridad.

En las distintas coberturas de esta lamentable noticia se encuentra, además de la relatoría de los hechos, una coincidencia. Las notas en los periódicos, reportes en radio y televisión, los distintos análisis por parte de especialistas en temas de seguridad y las declaraciones de políticos y activistas, mencionan la posibilidad de que Audrey pudiera presentar algún rasgo de trastorno que pudiese sugerir una enfermedad mental, además, con dolo, hicieron referencia a que era transgénero, como queriendo insinuar algo, como dejando ahí el dato para intentar sembrar en la opinión pública el significado de que su identidad genérica habría tenido que ver en la decisión de asesinar a niños y maestros, y olvidar que lo hizo con armas que compró sin ningún problema en una tienda.

Después de haber cometido el atroz crimen contra pequeños inocentes de nueve años de edad, no puede haber duda de que Audrey no era una persona mentalmente sana, uno o varios trastornos debe haber padecido. Pero ese no es el tema central, ni la causa principal de que éste, y cientos de ataques más, se registren en el territorio que hacen llamar como el del sueño americano y que cada vez más es el de una pesadilla. Si bien uno de los principales retos del siglo XXI es atender las enfermedades mentales, las balaceras masivas en escuelas, y en otros sitios públicos, responden principalmente no a ello, sino a la facilidad que existe para comprar armas. Misma facilidad con que personas que presentan trastornos mentales, que pueden volverlos peligrosos para ellos mismos y para la sociedad, tienen la posibilidad de adquirir, en tiendas de autoservicio a un lado del pasillo de frutas y verduras, pistolas y metralletas de alto poder que una vez pagadas llevan a sus casas, en algunos casos a escuelas, y en muchos más, de manera ilegal, a territorio mexicano.

Señalar como causa principal de las ­masacres por balaceras masivas en ­Estados Unidos al estado de salud mental del perpetrador es un intento por distraer a la opinión pública y defender una cultura por las armas que está consagrada en la Segunda Enmienda de su Constitución, lo que algunos llaman un derecho fundamental, pero que es anacrónico y al mismo tiempo coherente con la inercia de un país que después de años de lucha, abole ­derechos fundamentales, como el de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo, y en el que congresistas, como Andy Ogles, republicano que representa al distrito de Nashville en el que se ubica la primaria Covenant, comparte una postal de Navidad en la que posa con su esposa e hijos, ­algunos menores de edad, todos portando armas de grueso calibre.

Al igual que con Audrey, y cientos más, el problema no es que les gusten las armas, ni que las idolatren, sino que se les permita tenerlas a la mano. Así es, de ese tamaño el calibre de una pesadilla americana que venden y compran en pasillos de supermercados como si fuera un sueño.

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