Por José Luis Juresa
“¿Cuál es el momento de la angustia? ¿Es acaso lo posible de ese gesto con el que Edipo se arranca los ojos, los sacrifica, los ofrece en pago por la ceguera con la que se cumplió su destino? ¿Eso es la angustia? ¿Es la posibilidad que tiene el hombre de mutilarse? No, es propiamente lo que me esfuerzo en designarles mediante esta imagen: es la imposible visión que te amenaza, de tus propios ojos por el suelo” Jacques Lacan
Sin ánimo de confrontar con el accionar del presidente Alberto Fernández (claramente lo prefiero al desinterés descarnado que ostentaban algunos en relación a “el otro”) quisiera detenerme en un latiguillo que suele usar para finalizar párrafos, una suerte de punto y aparte, o punto final que me ha incomodado, especialmente en ocasión de la penúltima conferencia de prensa para anunciar la prolongación de la cuarentena.
Él repite “¿Estamos de acuerdo?” para rematar sus explicaciones vinculadas a la peligrosidad del virus, y a la necesidad de que “entendamos” diversas ideas o conceptos que establecen, por ejemplo, que no hay vacuna más que el aislamiento, y que nuestro comportamiento es lo que determinará el destino de las prevenciones que se dictan desde el ahora “estado presente”.
También lo dice para que “entendamos”, otra vez, que entre la salud y la economía no hay ni puede haber oposición (aunque esto lo entendemos muy bien, incluyendo a las corporaciones que promueven todo lo contrario a través de sus órganos de difusión), y que esa es una falsa dicotomía instalada por quienes tienen intereses ajenos a la salud de nuestro pueblo, cosa que es verdad, en la medida en que “la salud de nuestro pueblo” solo se vea a través de los anteojos sanitaristas que se imponen en la ocasión.
Enamorarse (¿de la cuarentena?)
Es interesante analizar este punto. Un político se enamoraría de la cuarentena en la medida en que eso le sería redituable en términos… ¿políticos? No, creo que no. Los que dicen eso están acostumbrados a la antipolítica. Lo que éstos están observando es un argumentazo sin que sean ellos los que lo puedan utilizar. Es terrible enamorarse sin poder consumar ese amor. Pero lo niegan, proyectan sobre el otro tales intenciones, y descargan el veneno de una posesión imposible. Pareciera ser que los personajes de la antipolítica no pueden reconocerse enamorados, lo toman como una debilidad femenina, casi. Falta que digan que solo se enamoran las mujeres.
Sin embargo, los analistas estamos muy consustanciados con ese tipo de enamoramiento que nos coloca en el lugar de la causa del deseo. Lo que sucede es que sabemos que no se trata de “nosotros” en tanto personas, sino de nuestra posición en el dispositivo analítico. Decimos que se trata de amor al saber que se nos supone (y que jamás asumiremos como propio), ya que nadie consultaría si no es de ese modo. Pero están, en cambio, los que siempre creen que se trata de ellos, o de su “personalidad”, y así construyen su política, en torno a ellos. Aconsejo que a la personalidad mejor dejarla en una góndola. Cualquiera se puede comprar una. Y para eso abundan los “coachs”.
La perversión del sistema y la imposible angustia
Abundan las indicaciones espaciotemporales. Que mantener la distancia social de dos metros, o un metro y medio. Que las salidas no serán a más de 500 metros de la casa y por no más de una hora, sábado o domingo según número de documento. De pronto podríamos “darnos cuenta” de que seríamos demasiados habitantes peleando por incluirnos dentro de un planeta extenuado. Eso sonaría como violines de concierto en los oídos de los “exterminólogos” que afirman que sobra la mitad de la población mundial. Pero, si se redujera la población a la mitad, sabemos que, dentro de esta lógica inercial, nuevamente sobraría la mitad de esa mitad sobreviviente, porque se trata, más que de la angustia, de la perversión del sistema. Es exactamente lo contrario. Más bien se trata de la imposibilidad de la angustia.
La noche siguiente a la de la penúltima conferencia de prensa compartida entre los líderes de la Nación, la provincia de Buenos Aires y la Capital, en la que se habla de la angustia, el presidente le responde a un periodista con intenciones de poner picante: “¿es angustiante salvarse?”. Es angustiante no tener una vida. Es angustiante que esa vida quede enterrada debajo de una montaña de bienes, como en este caso la salud. Es angustiante que esto no sirva para cuestionarse nada. Es angustiante que se obre en nombre de un bien que no interroga nada en serio. Es angustiante que el “¿estamos de acuerdo?” no sea una verdadera pregunta. Pero, aun así, hay un punto de ruptura con la inercia de lo que siempre resulta en una angustia imposible. Nadie parece darse cuenta de eso: ¡esta angustia es política! Es enemiga del sistema, que “prefiere” o se siente mucho más cómodo lidiando con un ejército de perversos obrando hasta el dolor, sin importar otra cosa que el propio funcionamiento y su garantía. Discutimos cuál angustia es real o inventada, cuando el hecho político es la angustia y su presencia.
Reducciones feudales
Hay gente que no sale de sus casas desde hace más de dos meses. No solo se les redujo el tiempo y el espacio vivenciales. Como una especie de prolongación acelerada de las reducciones al nacionalismo que ha provocado la expansión brutal del capitalismo financiero y corporativo, la pandemia parece operar “a cielo abierto” la estructura antisocial del capitalismo, que, paradójicamente, reduce a polvo sus propias conquistas y declamaciones: allí donde se dice internacionalista en el comercio, se protege y se envuelve dentro de las fronteras nacionales y aún más, estamos en una instancia de reducción a la ciudad, e incluso, al distrito, al barrio, al municipio o como quiera decirse en la medida en que se reducen los límites al borde de los cuales ya casi parece que pronto habrá fosas con cocodrilos.
El tiempo parece entrar en un islote acantonado en el que podría no pasar nada en la medida en que se sostenga el aislamiento o se reduzca a una instancia mínima en la que, como en el medioevo, una vida podría transcurrir sin salir de allí ni siquiera para ir al pueblo más cercano. Obviamente que no estamos en eso, pero la tendencia revive esas células, ese “ADN” simbólico que habita en nosotros como si sobrevivieran eras geológicas humanas en nuestro cuerpo, y de pronto se pusieran a la vista – después de un movimiento de placas que nos mueve el piso – las vetas de tiempos aparentemente olvidados y desaparecidos. Vuelven con fuerza ese tipo de regresiones que nos condenarían a vivir en un tiempo gobernado por el temor de Dios y el Señor feudal, trabajando para él, albergados o desterrados por la divinidad y las intrigas del destino, sin conocer presencialmente otro mundo que aquél en el que nos tocó nacer. Lo paradójico es que esa reducción a la era subjetiva del medioevo se dará en el marco acelerado de las transformaciones tecnológicas y con ellas, sociales, que la pandemia detonará en nombre del “bien”. Como Mark Fisher lo deja entrever en su Realismo Capitalista, la asociación entre los gobiernos y las corporaciones de vanguardia tecnológica dejarán (ya lo han hecho) “obsoletas” las democracias occidentales, haciendo que un modelo político más próximo al chino, el “comunismo liberal”, sea el más adecuado para el funcionamiento estable de los sistemas socioeconómicos.
Angustia: los ojos por el suelo
La angustia parece haber entrado en la política en estos últimos años. ¿Qué estaría pasando? Da la impresión de que, en cada gobierno, se ha tratado de ver y hacer ver lo imposible: nuestros propios ojos por el suelo, buscando imponer la “verdad verdadera” mediante una infinidad de reinterpretaciones sobre la historia que se reiteran en la imposibilidad de iluminarlo todo. Se busca un país sin castrados, al mejor estilo “perfeccionado” de la pureza ideológica, sin puntos ciegos. Recordemos la famosa frase sobre “la angustia de nuestros patriotas al separarse de la corona española”.
¿Será la angustia un nuevo termómetro político, una variable que entra en juego a partir de la necesidad de establecer nuevas fronteras que desconocemos? ¿O tal vez se imbrican en esas declaraciones los deseos que las animan, aunque no lleguen a expresarse de forma directa? ¿Será que, finalmente, la “angustia de los patriotas” es, en verdad, la angustia de estos nuevos mensajeros de la corona ofreciéndonos el armisticio por haber deseado algo al margen del tutelaje que hoy nos quieren dedicar a toda costa, y por nuestro bien? Coronavirus. Equivoquemos la palabra coagulada en el sentido infeccioso, abordémosla en su opacidad, por fuera de toda pretensión esclarecedora. Tenemos la necesidad poética de convertir esto en otra cosa, y pensar. Ciencia y arte.
Agitar el deseo. Lo que angustia es una confrontación con la verdad del deseo que ni mil murallas en nombre del bien pueden resistir: no hay deseo sin cuerpo (muy lejos de ser éste un ensamblado de órganos eficaces). Como en la película The Wall eso tiene destino de estallido. Cada vez que se habla de angustia desde las posiciones de poder, deberíamos leer lo que resulta imposible de lo que se promete, deberíamos leer lo que ya no anda ni andará a pesar de las promesas y los consuelos concomitantes. La angustia de saber que ya no hay salvación posible, y de que, tal vez, estaría bueno dejar de salvarnos y sobrevivir o conformarnos con respirar.
Fuente: Polvo