Por Jaime Guerrero Vázquez

Recientemente, en un programa de análisis alemán sobre la llegada de los talibanes al poder en Afganistán, hubo dos intervenciones que vale la pena destacar. En primer lugar, uno de los participantes señaló que los talibanes ofertan, entre otras cosas, que acabarán con la corrupción. Los ponentes asintieron en el hecho que la percepción de corrupción en aquel país era muy alta. El hecho de que el anterior presidente haya huido al extranjero con maletas llenas de millones de dólares, según una fuente rusa, parece confirmar el tema.

El segundo señalamiento fue más contundente: los valores occidentales, se afirmó, están en crisis. Esta afirmación, aplicada al caso de Afganistán, se tradujo en el hecho de que, durante la permanencia de 20 años de las fuerzas extranjeras en ese país, valores como democracia, libertad de prensa, derechos de las mujeres, libertades civiles, prevalencia de leyes civiles sobre religiosas, etc., no habían calado salvo en las grandes ciudades y en una pequeña parte de la población. El resto del país seguía viviendo prácticamente igual que antes.

La percepción de corrupción recorre al mundo, parafraseando a Marx, tira gobiernos, acaba con carreras políticas y hace llegar al poder a personajes de distinta índole que ofrecen acabar con ella. No es una mala oferta. En China, la corrupción gubernamental se castiga muchas veces con la muerte y, sin embargo, los casos siguen apareciendo. Probablemente la acusación de corrupción sea la moderna versión de herejía o judaísmo con la que el vecino se hacía de las tierras ajenas durante la etapa más fuerte de la Santa Inquisición.

La crisis de los valores occidentales parece evidente. Occidente (ese concepto usado, pero evasivo) falló en ofrecer mejores niveles de vida, estándares más eficientes de gobierno, el fin de la corrupción, etc. O, al menos, luego de la crisis económica de 2008 y los 18 meses de pandemia, el mundo parece un tanto decepcionado, sobre todo en países como México. Todo esto puede ser discutible, pero hay una afirmación comprobable: los llamados Baby Boomers tuvimos una perspectiva de futuro mejor que los millennials y centennials.

La crisis de estos valores se ha llevado entre las patas de los caballos la importancia de la libertad de prensa o la libertad de contar con una prensa que ofrezca diferentes visiones. Nótese que no estoy usando conceptos como “objetiva”, “imparcial” o “neutralidad” para valorar posturas de informativos, impresos, periodistas, columnistas, reporteros o académicos. Me queda claro que la nota que para uno es “objetiva” para otros es parcial, convenenciera, mentirosa o vil. Pero lo valioso es que exista una multitud de versiones, algunas sustentadas e informadas, otras no tanto.

Uno de los efectos de la crisis de los valores occidentales está siendo el paso a una suerte de pensamiento único. Sea la interpretación de El Corán o los “principios” del amado Líder, el pensamiento único nos unifica, nos positiviza diría Byung-Chul Han. No hay nada más cómodo que vivir bajo esa luz casi sagrada. En este ambiente, los críticos y la libertad de prensa se convierten en un obstáculo, en algo que hay que eliminar de alguna forma. 

En la mesa de análisis a la que aludía, los tres ponentes concluyeron que las ofertas de los talibanes de comportarse mejor que antes no eran creíbles, sino una versión más del lobo con piel de oveja, pero, tristemente, la debilidad de Occidente y las posturas de China y Rusia hacían necesario sentarse a negociar con el nuevo poder afgano. A qué mundo hemos llegado que tenemos que sentarnos a negociar con tiranos o autoritarios.

Pero los talibanes, se afirmaba, no llegaron porque sí, llegaron porque las bonitas fórmulas occidentales fracasaron, no mejoraron las condiciones más que para una minoría. Recontra con Joaquín Sabina que tenía razón cuando afirmaba: “…porque no hay salvación si no es con todos.” Las expresiones políticas de intolerancia que ahora se manifiestan alrededor del mundo son hijas legítimas del fracaso de un modelo que no cumplió. Aquí en México o allá en Afganistán (Brasil, Turquía, Estados Unidos, Alemania, Rusia, China, Cuba, Venezuela, etc.) la paternidad está clara: gobernantes corruptos e ineficiente que tuvieron su oportunidad y fallaron. 

Ahora, el mundo, y México no es la excepción, se ha convertido en un lugar en el que hay que negociar con los autoritarios, nos guste o no. Hablar con un poder que no cree en los mismos valores de libertad de prensa, derechos humanos para todas, todos y todes que nosotros. Entenderse con los que creen en un pasado glorioso que nunca fue tal y, lo más grave, con quienes no nos protegen ni de las enfermedades ni del crimen organizado.

Y lo único que creemos es casi absurdo: que una frágil democracia es mejor que el autoritarismo más fuerte.

Fuente: El Economista

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