En septiembre de 2016, durante una campaña de recaudación de fondos para causas solidarias con el colectivo LGTB+ en Nueva York, Hillary Clinton emitió un discurso en el que consideraba que la mitad de los posibles apoyos que tenía Donald Trump podían ser tirados a un basket of deplorables (cesta de desgraciados), al ser todos ellos unos racistas, sexistas y xenófobos insalvables.

En pocas semanas, camisetas, carteles, memes y hashtags con la expresión inundaban los medios y las manifestaciones, con un gran número de personas que se identificaban a sí mismas, orgullosamente, como los deplorables. Un año más tarde, cuando la candidata demócrata publicó sus memorias sobre lo acontecido en la campaña presidencial, reconoció públicamente que aquello fue uno de los motivos que provocó que perdiera las elecciones.

Más allá de la condescendencia que supuran las palabras de Clinton, reconocer que aquello fue lo que dio la victoria a los conservadores es, en realidad, reconocer su superioridad estratégica y aceptar que su moralidad es aceptable. ¿Por qué? Porque, más allá de que insultar a su rival fuera o no un error, lo cierto es que los conservadores hubieran actuado del mismo modo, porque la victimización era parte intrínseca de su estrategia. Y así lo ha sido siempre cuando se trata del fascismo.

Cuando nació en el periodo de entreguerras, los grandes líderes de esta representación política buscaban su apoyo precisamente en los grandes perdedores de su época: obreros cuyas vidas se pauperizaban por los enormes costes que suponían las reparaciones de la Gran Guerra y el Crack del 29. Mussolini se presentaba a sí mismo como aquel que haría justicia por las exigencias coloniales frustradas para Italia al no haber sido atendidas tras los acuerdos internacionales que pusieron fin a la Primera Guerra Mundial.

Hitler hablaba de un modo que sus palabras, haciendo un paralelismo, venían a decir principalmente “make Germany great again”. Se dirigían al descontento popular de unos países en los que los problemas socioeconómicos y la creciente organización de la resistencia comunista estaban poniendo en entredicho la infalibilidad del progreso y la ciencia, abanderados por el capitalismo y el imperialismo. Las grandes empresas se vieron obligadas a apoyar a los partidos fascistas ante la amenaza roja que ponía en peligro su estatus. Ya sabemos qué fue lo que pasó.

El fascismo juega con su máximo atractivo, la emocionalidad, para promover agendas que, en realidad, poco tienen que ver con la mejora de la vida de gran parte de la gente a la que se dirigen. Pero triunfan porque no exigen intelectualidad ni crítica, están al alcance de cualquiera al apelar a la nostalgia y a un vago sentimiento de injusticia que cualquiera que haya vivido en una sociedad de clases alguna vez ha sentido. En su momento, identificaron a la clase trabajadora como depositaria de ese mensaje, se apropiaron de símbolos, entidades y parafernalia obrera (el rojo y el negro por parte de la falange, los sindicatos verticales, etc.).

Además, le dieron un nuevo significado a su enemigo, de los líderes capitalistas que se apropiaban de la plusvalía o las viejas estructuras de poder que se encargaban de que sus vidas estuvieran condenadas a la miseria, a los judíos o la conspiración masónica. El fascismo de hoy en día, en una sociedad que se niega a sí misma como “de clases”, no puede buscar en “los obreros” la esencia de su discurso. Si no se puede aceptar la desigualdad económica por nacimiento y se hace gala de que vivimos en un mundo libre, es necesario que los nuevos conservadores busquen nuevas maneras de dirigirse a sus simpatizantes si quieren ganar adeptos.

En este caso, se trata de un mundo libre en el que el esfuerzo y la competencia son los encargados de tu triunfo y el ser pobre se limita a una opción elegida por los vagos. Y lo encuentran en la identidad del hombre blanco heterosexual, la cual, desde un punto de vista está, efectivamente, bajo ataque. Sin embargo, no del mismo modo en el que lo está la clase obrera, ni mucho menos por las mismas fuerzas. Cuando el feminismo habla de una metafórica “destrucción del hombre”, lo hace en términos de liberación de los clichés de comportamiento a los que se les somete. En ningún caso se habla de un ataque personal a quienes entran dentro de esta categoría. El ataque al que se somete a ese hombre no es personal, sino sistémico, ya que en realidad se trata del patriarcado y de sus consecuencias: cultura de violación, masculinidad tóxica, homofobia, etc.

Pero, no obstante, quienes no han tenido tiempo, interés o posibilidad de entender el análisis sobre las desigualdades de género y las cadenas que la educación patriarcal nos impone, sienten las críticas hacia esa identidad como críticas a sí mismos. Se sienten atacados cuando un análisis feminista de la cultura, la economía o las conductas señalan la masculinidad como origen de gran parte de las desigualdades y las violencias que se perpetúan.

Nunca antes en la historia se popularizó tanto una crítica integral como la que hace el feminismo, por lo que esta novedad, como casi todo lo nuevo, provoca recelos en quienes no comprenden sus motivos. Se producen metonimias, se confunde el continente con el contenido, y cuando las feministas señalan que Han Solo actúa como un macho tóxico, los hombres que se identifican con una masculinidad aparentemente deseable como la suya, consideran que lo que las feministas quieren no es interpretar los orígenes y significados de nuestra socialización, si no destruir nuestros ídolos de la infancia y hacer desaparecer todo aquello en lo que los hombres se reflejan.

Para los conservadores, azuzar este falso sentimiento de verse amenazados resulta tremendamente útil. Principalmente, porque quienes sí que están bajo la amenaza que supone una política feminista son precisamente los líderes de esos partidos y, en general, todo aquel que ostente un poder basado en la desigualdad de cualquier tipo. Pero además, jugar al “que viene el monstruo del hembrismo a por ti” da jugosísimos resultados electorales.

Hacer pasar al feminismo como una contrapartida del “machismo”, considerado abiertamente como algo malo, en general, en la cabeza de casi todos los ciudadanos occidentales, sirve para construir esta identidad de hombre bajo amenaza y sospecha, que a la postre sirve para construir programas políticos encabezados con la derogación de la Ley Contra la Violencia de Género –por discriminar al hombre frente a la ley, mientras se esconden los intereses reales de esos partidos, los cuales suelen distar bastante de cualquier beneficio real para muchos de sus votantes. Lo que buscan es enfatizar las injusticias y las diferencias económicas y simbólicas y mantener las mismas estructuras de poder.

Sin embargo, victimizarse puede llegar a ser una forma poderosa de construir una comunidad. Quejarse constantemente de la desgracia de uno mismo puede ser en sí mismo una identidad. Y no es que los hombres blancos heterosexuales, en su mayoría, no tengan motivos para hacerlo. Es más bien que las causas y causantes de esas quejas son reinterpretadas por el fascismo para dirigirlas a sus potenciales enemigos políticos. Para cultivar esa identidad de hombre como víctima se han venido usando “cifras objetivas” como la menor esperanza de vida en hombres que en mujeres, la superior tasa de suicidios, mendicidad y muertes laborales, o la violencia sufrida (aunque el hecho de que esa violencia sea ejercida en el 95% de los casos por otros hombres no se recalque nunca). Lo irónico es que la mayoría de estas quejas, que sí están fundamentadas con datos y son, en la mayoría de los casos, reales, no buscan el origen de las mismas. Y es que, a poco que se analice, podemos darnos cuenta que derivan de forma muy evidente en comportamientos típicos de la masculinidad tóxica: “Los hombres son más violentos”, “los hombres son más aptos para los trabajos duros”, “los hombres no lloran ni piden ayuda”, etc. Construir un mundo de supremacía sobre el cuerpo de las mujeres, jerarquizado y dirigido al conflicto violento. Construirlo como forma de acceder al poder, para después victimizarse por sus traumáticos daños colaterales en la vida del género dominante, es un poco como meter palos en las ruedas de tu propia bicicleta.

Si los neomachistas entendieran que el feminismo hace mucho que ha analizado estas cuestiones y se preocupa por ellas, podrían encontrar la llave para escapar de su jaula. Se aferran a un sentimiento de desamparo frente a las instituciones, que podría ser compartido por prácticamente cualquiera que no tenga más que su cuerpo y su mente para ganarse la vida. Pero quienes quieren disfrutar de los privilegios del patriarcado no están interesados en promover cambios de mentalidad que puedan poner en peligro su posición. Por ello, utilizan medias verdades y falacias de todo tipo, aferrándose a la “desigualdad del hombre y la mujer ante la ley” (como si ella no hubiera existido para beneficio del hombre durante toda la historia). Hablan de custodias exclusivas para la mujer, de las ubicuas denuncias falsas, de la menor concesión de bajas por paternidad o de que existen más convictos hombres que mujeres. Todo esto se promueve para cultivar ese sentimiento de injusticia, ignorando historia, contexto y socialización, deformando el foco de análisis en situaciones específicas a gusto del consumidor de esa identidad.

No importa que no se pueda demostrar ni la veracidad ni el origen de estas cantinelas, importa que apelen al resentimiento de aquellos que vivían en una sociedad en la que se les prometía todo desde pequeños y ahora ven que Santa Claus no existe. Resulta mucho más seductor focalizarlo en las mujeres, aquellas que histórica y económicamente tienen menos capacidad de crear discurso. Las atacan como causantes últimas de la frustración a la que se ven sometidos estos hombres. Funciona porque no se enfrenta con los verdaderos causantes de la desigualdad, que tienen más armas para defenderse, y porque no precisa de ningún análisis sesudo, sino únicamente exige la repetición de monsergas más o menos consabidas, disfrazadas previamente bajo una pintura de “incorrección política” o de “lo que nadie quiere oír o se atreve a decir”. Apelar a los hombres como “perdedores” , “segundones” o “fracasados” se hace inculpando a la “ideología de género que tiene comprados a medios y políticos” y a que “el feminismo está de moda y da dinero”. Este es el motivo por el cual las mujeres se adhieren a organizaciones de este tipo para recibir cuantiosos beneficios a costa de exprimir el trabajo de los hombres. Es un discurso mascado y escupido para agitar a los contrariados con el sistema que carecen de tiempo o ganas para pararse a analizarlo.

Por ello, los fascistas pueden permitirse caer en mentiras, desacreditaciones y contradicciones. ¿Os suena la paradoja de El emigrante de Schrödinger ? Aquel que viene en invasión para aprovecharse de un sistema de prestaciones que le permite hacer el vago (y que los ciudadanos no gozan de él porque lleva desmoronándose con recortes desde hace décadas), pero que a la vez te roba el trabajo (aunque muy rara vez emigrantes y habitantes del país de acogida compartan trabajo). El nuevo fascismo acusa a la izquierda de “coleccionar opresiones” y hacer gala de ellas, abanderando su superioridad moral. Pero en realidad, su estrategia de victimizar a los hombres no dista mucho de ella. Jugando en sus mismos términos, los conservadores consiguen así desactivar el análisis de la izquierda en términos simbólicos y, a ojos de la mayoría, ponerse a su mismo nivel. Por ello, utilizar la moral para justificar la lucha contra la desigualdad puede llegar a ser contraproducente. En un mundo en el que el 99% de la población está sometida a los intereses del 1%, enfrentar a las mayorías, haciendo que carezcan de un análisis de clase, género y raza que implique a todas en la necesidad de cambiar y mejorar el mundo, es apostar a caballo ganador. Nuevamente, la alianza entre patriarcado y capitalismo, la excusa de que somos gente libre compitiendo en el libre mercado.

Por ello, no podemos renunciar a explicar todo sistema de opresión, sea simbólico y económico, porque centrarnos en que hay gente que lo pasa mal por culpa de otros está siendo ahora mismo aprovechado por aquellos que sí que tienen conciencia de clase, aterrorizados de que sus privilegios se hayan puesto en entredicho gracias a los avances sociales que ha causado el feminismo.

Fragmento del libro Leia, Rihanna & Trump: De cómo el feminismo ha transformado la cultura pop y de cómo el machismo reacciona con terror. (Editorial Descontrol, 2019)

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