Por Blanca Rodya

Tras sucesivas olas de Coronavirus y sus respectivos paquetes de medidas preparados para imponerse a la población, los medios empiezan a hacerse eco de las voces que advierten de los efectos de la pandemia en la salud mental de la población.

Según la OMS, a medida que se prolonguen las medidas, se espera que aumenten los niveles de soledad, depresión, consumo nocivo de alcohol y drogas, autolesión y comportamiento suicida y el CIS anuncia que, desde marzo de 2020, un 7,3% de personas en el Estado Español ha tenido que recurrir a ayuda profesional debido a su estado de ánimo o situación emocional; de estos, más de un 50% ha acudido a tratamiento psicológico.

La prensa comienza a dar la voz de alerta sobre los efectos psicológicos de la pandemia, y desde los medios de comunicación mayoritarios y también desde la institución sanitaria, política y corporativa se señalan culpables, como la cronicidad de algunos síntomas tras la infección, los efectos neuropsiquiátricos del virus mismo, las consecuencias psicológicas de las restricciones sociales y la sensación de irremediabilidad y “proceso sin fin” que las personas empiezan a acusar. Pero el lenguaje de los discursos, reivindicaciones y los titulares revela una cultura subyacente que no es nueva: se demandan “más psiquiatras, más psicólogos, más tratamientos” y se investigan los supuestos desequilibrios químicos que la situación está generando al nivel del sistema nervioso, retratando la hegemonía de un modelo biomédico que ha trascendido de los técnicos al lenguaje periodístico, y ahora también, a las conversaciones en la calle. Desde esta mirada, las manifestaciones de tristeza y angustia experimentadas a raíz de la crisis son problemas individuales que afectan a personas concretas y que requieren un abordaje sanitario aislado. Las cifras de prevalencia de los llamados trastornos mentales alcanzan techos preocupantes, las consultas de atención primaria se desbordan de demandas relacionadas con la ansiedad y el insomnio y las psicólogas alertan en televisión de que sus consultas se llenan de “trastornos alimentarios, fobias y obsesiones relacionadas con la limpieza y los espacios abiertos”… Nace la necesidad de acuñar nuevos términos: la “fatiga pandémica” y el “síndrome de la caverna” han irrumpido en el diccionario médico y también en el popular, y quienes la padecen necesitan ayuda profesional para sanarse.

Este artículo pretende acercarse a un análisis del impacto de la situación provocada por la pandemia del SARS-COVID 19 desde una mirada estructural entendiendo que, como Freud intuía, todo síntoma es un indicio o señal de algo que va a suceder, que expresa, aparte de un defecto o una fragilidad, una defensa. Que nos dice algo de las condiciones de vida de quien lo expresa.

La salud mental –con y sin pandemia- es una cuestión política

El sufrimiento psíquico que ha provocado esta crisis es innegable. La cercanía de la muerte, la incertidumbre sobre el futuro y el aislamiento han esculpido algunas heridas profundas y abierto otras preexistentes. La intangibilidad de de un enemigo que no vemos, su letalidad, las dosis ambiguas de información alarmista, la recurrencia de los picos de contagios y los cambios abruptos y contradictorios en las restricciones sociales no han hecho otra cosa que debilitar progresivamente nuestros propios recursos de afrontamiento, poniendo en jaque nuestra necesidad de control, previsión, coherencia o constancia.

Nos hemos visto incapaces de superar los sentimientos de culpa, y hay quién aún no se atreve a confesar que ha tenido miedo a morir sola. Hemos escuchado en la radio acerca de los duelos interrumpidos, y algunas han vivido la brusquedad de las despedidas en su propia piel. Los recursos que habitualmente nos sostienen o ayudan a regularnos están castrados: nos hemos separado de nuestros seres queridos, nuestras rutinas se han truncado, las vías de escape donde sublimamos el estrés –los conciertos y espectáculos, los encuentros, el deporte colectivo, los viajes juntas, la cultura compartida- se han prohibido. Y hemos vivido abandonos –reales y percibidos- que nos han conectado con otras experiencias dolorosas del pasado. Para muchos, las distancias, la ambigüedad informativa, la sensación de “túnel”, las amenazas de cronicidad, han derrumbado el dique que contenía una frágil estabilidad emocional. Para otras, el rumor de la posibilidad de un nuevo encierro es una amenaza intolerable.

La sensación de impotencia ya enquistada nos ha bloqueado ante la imposibilidad de poner en marcha los recursos, la acción colectiva y las respuestas que habitualmente nos permiten afrontar los conflictos. Y la desprotección que hemos experimentado ha puesto en alerta nuestras heridas de apego. Hemos pasado, de confiar más en las personas que en la clase política para la resolución de esta crisis, a perder toda fe en ambas: una percepción de fracaso colectivo para controlar la pandemia en el contexto de la tercera ola de contagios frente a la primera.

Pero la brecha más patente que ha evidenciado esta situación es la precariedad en la que muchas personas y los recursos sociales navegaban antes de la pandemia. Como recuerda Fernando Balius, cuando habla de politizar el sufrimiento psíquico: “el problema de la salud mental estaba antes de la Covid, las consultas psiquiátricas y el consumo de psicofármacos crecían desde hacía décadas sin que se produjera un verdadero cuestionamiento social acerca de los factores que propiciaban semejante escalada”. El paro y el empeoramiento de las condiciones laborales, las desigualdades en el acceso a la vivienda y los suministros, la falta de recursos básicos y los procesos de externalización en la sanidad se han hecho más patentes que nunca. Durante el 2020 y el inicio del 2021 ha habido desahucios, cortes de luz y gas a barrios enteros, personas viviendo en la calle, en condiciones de máxima vulnerabilidad, despidos improcedentes, recortes, traslados o congelaciones salariales a pesar del mantenimiento o loa mejora de la productividad en algunos sectores. Se ha hecho visible la desprotección de toda una comunidad de personas que sobrevive en la economía informal. La falta de sostén institucional y la fragilidad de las redes sociales de apoyo han quedado a la vista de todas.

Ante esta coyuntura, la explicación y el afrontamiento de las experiencias que atañen a nuestra salud mental pueden adoptar una forma que siga en la línea de beneficiar el statu quo que nos ha traído aquí; o desmantelarlo. Cuando Mark Fisher hablaba de la privatización del estrés, se refería al proceso por el cual “una sociedad neoliberalizante crea más estrés a nivel personal y alienta a las personas a tratarlo de manera individual y médica, en lugar de colectiva y políticamente”.

El cómo interpretemos y enfrentemos las consecuencias que esta crisis está teniendo a nivel psíquico puede seguir alimentando un sistema paternalista e infantilizador, represivo y normalizador al servicio de la industria farmacéutica y la obediencia pasiva: o puede identificar sus grietas, sus limitaciones y la violencia que ejerce sobre las personas que resultan presas del mismo. Estamos en posición de sostenerlo y sucumbir a él desde la fragmentación que instiga; o transformarlo desde lo común, desde la experiencia compartida y la lucha por el cambio en las condiciones materiales que lo sustentan y que afectan a nuestra existencia psíquica.

Salud y crisis: de los datos a los relatos

Según el periódico The Guardian, el Covid plantea “la mayor amenaza a la salud mental desde la II Guerra Mundial”. En una encuesta de la OMS “El duelo, el aislamiento, la pérdida de ingresos y el miedo están desencadenando problemas de salud mental o agravando los existentes como el consumo de alcohol y drogas, insomnio y ansiedad”. Otros advierten que los colectivos más afectados son mujeres, jóvenes y personas con alguien a su cargo y señalan que los factores protectores frente al deterioro de la salud mental son el apoyo social, el nivel educativo y una respuesta psicológicamente flexible, y los factores asociados a un mayor riesgo son un empeoramiento del nivel financiero y la falta de acceso a suministros básicos.

Estos resultados no nos sorprenden, el impacto de los estresores socioeconómicos en la magnitud del sufrimiento psíquico no es un descubrimiento actual, ya en la pasada crisis económica diversas investigaciones llamaron la atención sobre este hecho. Concretamente, en el Estado español, según el informe SESPAS (Sociedad Española de Salud Pública) los trastornos del estado de ánimo aumentaron un 19% aproximadamente entre 2006 y 2010, los trastornos de ansiedad un 8% y los trastornos por abuso de alcohol un %%. También entonces se observaron diferencias de género, siendo las más afectadas las mujeres; y paralelamente se observa, en los últimos años, un aumento del consumo de fármacos antidepresivos. Pero esto ya lo sabíamos antes de la conocida como Gran Recesión de 2008. Estudios previos concluyen que el desempleo constituye el factor riesgo más importante para este aumento, y estudios de crisis anteriores han arrojado datos que confirman el aumento de suicidios y casos de depresión durante periodos de recesión económica y cómo los contextos de desigualdad económica, incrementan ambos fenómenos.

Todos estos datos publicados en revistas científicas, reportes de sociedades médicas, guía s clínicas, etc. apuntan explícitamente a los condicionantes sociales de la salud y señalan en sus conclusiones la necesidad de un abordaje político del problema y, sin embargo, la prensa mayoritaria y la aplicación de todos esos hallazgos a las resoluciones políticas y asistenciales, la llamada “ciencia traslacional”, se ha traducido, en el mejor de los casos, en el reclamo de reformas de “más de lo mismo”: la reivindicación de una mayor inversión en recursos sanitarios. Y la incorporación de psicólogas a la atención primaria pública (proyecto PsicAP y Marco Estratégico de la Atención Primaria en el Sistema Nacional de Salud), o la iniciativa de la farmacéutica europea Neuraxphram que “favorece la accesibilidad a la psiquiatrización y a la medicalización a través de la figura del farmacéutico como agente sanitario experto autorizado que podrá detectar precozmente, derivar y tratar a personas con ansiedad y depresión poniendo en el centro la adherencia al tratamiento”.

Aunque algunas de estas medidas pueden parecer razonables desde el punto de vista de atajar lo más rápidamente el dolor de las personas que se han roto durante la pandemia, la realidad detrás de ellas es que las autoridades sanitarias han convertido estas conclusiones en una oportunidad para orientarla a sus propios intereses y beneficios, abriendo una vía directa a la estrategia mercantil neoliberal de la industria de la salud.

Pero quienes han sufrido de cerca la psiquiatrización tienden a opinar más como Basaglia, que más allá de una “psiquiatría basada en la evidencia”, necesitamos posicionarnos en lo subjetivo, cerca del que sufre y confrontando la prisión biomédica. Así, los análisis pasan más por la biografía que por la estadística y los cambios no pueden venir de los técnicos (ampliar las camas de psiquiatría, los profesionales, pisos tutelados, patentar nuevos fármacos….) sino de abajo, de quienes experimentan el sufrimiento.

Quienes hemos conseguido sobrevivir pagando el precio de la integración no estamos libres de sufrimiento, pero no “generamos” rechazo, no nos someten a tratamientos involuntarios ni nos contienen en hospitales porque nuestro sufrimiento no pone en entredicho el sistema, porque expresamos el sufrimiento de modos que el contexto capitalista occidental admite.

Como en cualquier otro escenario de crisis, las manifestaciones sintomáticas que vemos aflorar como consecuencia del impacto de la pandemia se adaptan culturalmente. La necesidad de etiquetas y categorías inventará formas de nombrarlas, y buscará los correlatos bioquímicos. Pero siempre quedarán brechas de conflicto y por eso enfermamos en formas que vehiculizan el malestar con la cultura, la frustración con unas condiciones de vida inaceptables, y que, al entrar en contacto con la medicina, encontrarán su diagnóstico y se cerrará el círculo.

En mi experiencia, las personas que consultan durante estos meses lo hacen desde una posición más frágil de pérdida de red social y desamparo, pero, en definitiva, buscan lo mismo que perseguían antes: un espacio seguro en el que poder expresar los mismos conflictos de siempre. El miedo y la ansiedad por la pérdida, la tristeza, la soledad. Y los que traen, tampoco es novedoso. Para paliarlo se defienden a través del síntoma: hay quien necesita controlarlo todo y se obsesiona con la limpieza o la alimentación, hay quien se refugia en rituales compulsivos; hay quien, ante la herida de abandono o cuando se activa el trauma, se autolesiona o recurre a las drogas o a la disociación; hay algunos tipos de sufrimiento que acuden al cuerpo para mostrarse y aparecen las somatizaciones, las fibromialgias, los síntomas conversivos; hay quien se instala en la melancolía desde la culpa y la vergüenza; y hay personas que ante la angustia se rompen, su fragilidad se hace enorme y encuentran en la paranoia y el delirio una narrativa para construir nuevos lenguajes y salir del autismo. Por supuesto, esto no son mecanismos conscientes, dependen de nuestra configuración de identidad, de nuestra capacidad de desear, de cómo son nuestras relaciones y de cómo resolvemos la angustia. Constituyen puentes que nos permiten sobrevivir y por tanto eliminarlos con medicación y tratamientos, equivale muchas veces a aniquilarnos.

Evidentemente, producen malestar, pero no tanto como aquel del que nos están defendiendo. Antes de la pandemia y durante esta crisis, cuando alguien acude en busca de apoyo lo primero es mostrar prudencia, no bloquear su proceso. Escuchar su angustia, conocer su red de apoyo e intentar comprender para qué ha tenido que desarrollar sus síntomas, entendiendo a la vez que no sabemos nada. La persona viene para ser respetada, y un diagnóstico o un interrogatorio es un ataque. Y una “contención” física (ataduras, inmovilización), una incapacitación, la medicación forzosa o como chantaje, el ingreso involuntario, o la mal llamada “terapia” electrocompulsiva son formas de tortura.

En plena sacudida de una epidemia, bajo unas medidas de control social sin precedentes a nivel global y con el auge de un modelo económico caníbal que prioriza la mercancía sobre los cuidados, no podemos sino interpretar nuestros síntomas como una mirada amplia. Comprendiendo que nuestra manera de enloquecer es también una voz de alerta, un enorme ¡BASTA! Que con el puño en la mesa disiente, y se resiste a seguir pasando por el aro.

Por eso, ante nuestras manifestaciones de tristeza, angustia, somatizaciones, u obsesiones en pandemia, podemos recurrir al camino hegemónico de la medicalización, la objetivación, patologización y quedar atrapados en el sistema: culpar al individuo, hacerlo dependiente, pasivo y someterlo para que ahora que no produce, al menos consuma (psicofármacos, tratamientos, etc.); o podemos incorporar la biografía del sujeto, intentar entender contra qué se está defendiendo, sostenerlo, acompañarlo y crear espacios donde pueda desarrollarse y relacionarse sin ser agredido.

Obviamente no se trata de negar el acceso a recursos, drogas o terapia a quienes puedan beneficiarse de ello, siempre y cuando lo elijan de un modo consensuado. Es evidente que una cita al mes de atención psicológica, 20 minutos en consulta, el personal menguante y sobrecargado de servicios sociales y las decadentes instalaciones para acoger a quienes voluntariamente buscan estas vías no son suficientes. Pero aquí estamos señalando la relación entre asimilar el discurso patologizante y los beneficios que esto tiene para la industria y el sistema.

En palabras de Fernando colina “Debajo de esos diagnósticos hay una ideología, unos intereses, una economía de mercado capitalista y una concepción de la vida. Tantas veces la psiquiatría en vez de ayudar se convierte en un centro de reclutamiento, de captación de pacientes… les acoges, es prestas atención, les das un certificado de minusvalía, una ayuda social, les incorporas a los servicios y ya tienes un crónico hecho. Igual puede tener 20 años, pero ya le has metido en el sistema y es dificilísimo salir de él”.

Cómo saldremos de ésta

La llegada de la pandemia ha puesto en evidencia realidades que ya sabíamos: los privilegios de unos pocos sobre la explotación de la mayoría. Una mayoría que no es homogénea y que sufre de forma desigual en función del grado de acceso a los recursos y de privación de necesidades básicas y derechos. La salud mental tiene mucho que ver con esto. La respuesta desde la política y la prensa no ha hecho más que reafirmar la diferencia de clases, la falta de una mirada crítica profunda que vaya al centro de lo que ha propiciado el impacto devastador de la pandemia. No se han puesto sobre la mesa planteamientos de reforma drástica de la economía de mercado, no se han colocado los cuidados en el centro porque, siguiendo a Federici “el trabajo reproductivo y de cuidados –que hacen gratis las mujeres- es la base sobre la que se sostiene el capitalismo” y si se valorara (y compensara económicamente) este tendría que morir.

En la práctica, las medidas aplicadas en materia de salud mental muestran la misma tendencia: se prioriza el enfoque terapeútico aislado, el diagnóstico, la hospitalización. Se aplazan citas, y se relega la consulta al formato telemático, se normaliza el desplazamiento de profesionales con la consiguiente falta de respeto a la continuidad de los cuidados, se cierran o limitan las consultas presenciales, los centros de día, los núcleos asistenciales y asociaciones donde se teje red vecinal y las caras son conocidas. Se anulan los espacios donde florecen la interdependencia y la solidaridad entre las personas. Se prohíben las actividades que dan lugar a un cuerpo orgánico social y político capaz de unir a quienes conviven en torno al compromiso y la acción común. Aumentar el número de psicólogos y camas en las plantas de psiquiatría no solo es insuficiente, sino que parte de un enfoque miope o intencionadamente individualista.

Ante la situación presente tenemos una oportunidad para reivindicar una transformación drástica en todos los ámbitos. Necesitamos un cambio de paradigma a varios niveles.

Empezando por el lenguaje:

Porque crea realidades y nos permite nombrarlas. Si reproducimos el discurso de esos supuestos desequilibrios neuroquímicos, lesiones o alteraciones genéticas en lugar de escuchar y preguntarnos que hay en nuestras vidas que nos está causando sufrimiento, qué es lo que ya no toleramos ni un minuto más, estaremos poniéndoselo fácil al enemigo. Es una mala costumbre en consulta traducir lo que dicen las personas al léxico biomédico imperante. Podemos, en cambio, acostumbrarnos a proporcionar a quienes sufren espacios de seguridad donde poder expresar sus límites. Preguntar ¿qué necesitas? En lugar de imponer un diagnóstico, un pronóstico y un tratamiento.

Los feminismos:

Pero esta escalada de desesperanza y desesperación no es posible sin un planteamiento de vida revolucionario. Es desde las luchas feministas desde donde surge la reivindicación de un cambio en la distribución de las dinámicas reproductivas y los cuidados, indispensable para la emancipación de muchas, pero también para el afrontamiento comunitario de los conflictos cotidianos como el duelo, las rupturas o las dificultades del día a día. Construir red y apoyarse mutuamente no es un invento moderno, lo hacían nuestras abuelas, lo hacen las trabajadoras sexuales y las presas en lucha. Cuando nos sentimos arropadas nos atrevemos a posicionarnos ya transformar nuestras vidas, porque sentimos que, aunque saltemos (dejemos un trabajo que nos explota, una relación que nos oprime, nos expongamos a la represión o atravesemos una crisis) hay una red que nos sostiene.

La disidencia política:

Luchar es terapeútico, además de la única vía por la que podemos llegar a transformar las relaciones de poder que generan sufrimiento. Pero hacerlo de forma colectiva integra además la diversidad de habilidades, ideas, sensibilidades y afectos, potenciando lazos que son sanadores. Evidencia que los problemas son compartidos, nos sostiene y alienta, y rompe la sensación de derrota que produce el aislamiento. Históricamente todas las victorias de las oprimidas se han dado en el contexto de una lucha compartida y las conquistas sociales tienen su impacto en el bienestar común. La desmovilización actual se justifica en el bloqueo producido por la pandemia, pero en los últimos meses hemos visto muestras de estallido social en todo el globo. Todas sabemos qué se nos da bien, en qué destacamos y dónde podemos aportar para generar alianzas y confrontar lo que nos oprime en el cotidiano.

El cambio de enfoque de las trabajadoras de la salud mental:

Es un buen momento para que quienes trabajamos en ese ámbito reformulemos las preguntas, nos adaptemos a las necesidades de las personas, y dirijamos la atención al desarrollo comunitario, el conocimiento y apoyo entre vecinas, los proyectos culturales empoderadores o el apoyo mutuo en el día a día. Pero para esto hacen falta oportunidades de conocimiento, pedagogía, debate y formación disidentes que promuevan un enfoque de respeto hacia las personas con sufrimiento psíquico y contra la violencia psiquiátrica.

Las pequeñas cosas:

Dice Laura Martín que para que las cosas no se disipen hay que PARAR “en pandemia todo desaparece y quedamos desamparados… y ahora es el loco el que se sostiene porque es precisamente el que no necesita continuamente producir y tener, es el que puede vivir la soledad, fuera del rebaño y el que se da cuenta de las pequeñas cosas y las legitima”. Por la trayectoria que están tomando las medidas contra la crisis sabemos que el mundo no va a parar. El lobby que gobierna no va a proponer el decrecimiento, el capitalismo no va a ceder pese a las consecuencias del cambio climático y el descenso de la diversidad que la han causado. Y ante el sufrimiento y el desastre ecológico que provoca el consumo de animales no se van a cerrar las granjas y los acuarios. Pero nosotras si podemos parar, desacelerar el ritmo frenético que nos enferma. Dar valor a las cosas que hemos descubierto en pandemia que nos hacen bien.

La creatividad:

Aunque los hallazgos científicos obtienen conclusiones contradictorias sobre el efecto de las artes sobre el sufrimiento psíquico, quienes trabajamos en salud mental observamos la potencia que las artes plásticas y otras expresiones culturales ofrecen a quienes tratan de reparar sus heridas emocionales. Sus creaciones pasan a ser nuevas herramientas que pueden sustituir defensas más molestas o dolorosas y para muchas, la pintura, la escultura, la cerámica, la música, la danza, el teatro, etc., puede ser de más apoyo que un tratamiento analítico.

Más allá de los grupos terapéuticos, que siguen propiciando la dinámica médico-paciente hegemónica, hay experiencias que tienen potencial emancipatorio, algunas iniciativas críticas han intentado poner en marcha estos otros caminos.

Salir sin rompernos de esta situación implica reconstruir vínculos, encontrarnos y generar espacios para un duelo colectivo y ajustado a las necesidades y potencialidades de cada cual, pero también de confrontación y resistencia ante los recortes de libertad que estamos sufriendo. Para quienes están dañadas eso implica abrir espacios donde sentirse seguras y encontrar un lenguaje propio. Entornos donde compartir experiencias lejos de la autoridad de la bata blanca: un programa de radio desarrollado por personas neurodivergentes, un club de divorciadas, un grupo de teatro o danza, un colectivo de montaña o de artes marciales, una banda de música… Pelear por una vida que merezca la pena ser vivida implica tensiones y contradicciones: está bien reivindicar la incorporación de psicólogas a la sanidad pública, y la financiación de esta última frente a la privada, pero no es más importante que la lucha por una condiciones dignas en el trabajo y la generación de espacios populares para el intercambio y la actividad social.

Una crisis –etimológicamente “análisis, reflexión, cambio”- puede entenderse como una fractura que permite la transformación. En ese contexto, nuestro papel más respetuoso y prudente consiste en acompañar ese proceso. La medicina biológica se ha especializado en evitarla a toda costa, pero una crisis puede ser experimentada como un espacio para la reconstrucción de las condiciones de vida y el bienestar emocional.

En definitiva, en el contexto de una crisis de la experiencia psíquica y también en esta crisis del coronavirus, podemos escuchar, respetar, intentar entender y acompañar nuestros procesos de cambio, e identificar y combatir lo que los hizo estallar o podemos negarlos, ponerles parches y continuar adelante como si nada. O como dijo Michael Marmot “Si los principales determinantes de la salud son sociales, también deben serlo los remedios”.

Fuente: Asociación Germinal

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