Por Diego Lanese
En la década del 50, Jonas Salk ganó fama mundial al desarrollar la primera vacuna efectiva contra la poliomielitis, la enfermedad infantil que azotaba al mundo con grandes brotes. Cuando al virólogo norteamericano le preguntaron por qué no patentó su vacuna, contestó con una frase singular: “¿acaso se puede patentar el sol?”. Aquel gesto (algunos calculan que Salk podría haber ganado 7 mil millones de dólares) poco tiene que ver con lo que se vive en estos días de pandemia.
La carrera por una vacuna o un tratamiento contra el Covid-19 es, además de un gran desafío científico, una apuesta para quedarse con un negocio multimillonario. Con los primeros resultados concluyentes a la vuelta de la esquina, la discusión sobre cómo será el acceso a la inmunización cobra especial importancia y el espíritu de Salk brilla por su ausencia.
La industria farmacéutica se lanzó a la búsqueda de una solución para terminar con la pandemia. Lo hace en nombre de la ciencia, asociada con grandes universidades, pero también con un fuerte afán de lucro. Según el índice Nasdaq Biotechnolgy, que aglutina todas las compañías del sector, los laboratorios han tenido este año un crecimiento promedio superior al 700 por ciento.
Moderna, una de las firmas que tiene abierto un ensayo de fase III (avanzado) de una vacuna, vio crecer sus acciones un 270 por ciento. No son ganancias excepcionales: la producción habitual del muy utilizado analgésico ibuprofeno tiene una cadena de valor del mil por ciento, y ciertos tratamientos de alta complejidad, como los oncológicos, pueden llegar a 33 mil por ciento de margen de ganancia.
Por eso detrás de la esperanza de millones de personas atemorizadas por el Covid-19, lo que se juega es un negocio altamente rentable que ya se puso en marcha en Argentina.
“Analizamos las solicitudes de patentes, y descubrimos que no cumplían con los requisitos de la ley”, dicen desde la Fundación GEP.
La ofensiva de Gilead
Nacida a fines de los ’80, la farmacéutica norteamericana Gilead tiene en la actualidad presencia en 40 países y, según el ranking de la revista Fortune, está entre las 20 empresas más innovadoras del sector de la salud. En los últimos años se ubicó entre los grandes laboratorios del planeta, y en 2019 alcanzó una facturación de 22,5 mil millones de dólares con un margen de ganancias cercano al 53 por ciento.
Entre sus accionistas está BlackRock Fund Advisors, con quien la Argentina renegoció recientemente su deuda externa. Uno de sus CEOs fue Donald Rumsfeld, funcionario de larga trayectoria en gobiernos republicanos de Estados Unidos y convertido en 2001 en el “halcón” principal de la “guerra contra el terrorismo” en Afganistán e Irak, como secretario de Defensa de la presidencia de George Bush hijo.
En el mundo de los medicamentos, Gilead se hizo famosa años atrás por sacar al mercado el primer medicamento efectivos contra la hepatitis C, con una tasa de sobrevida superior al 95 por ciento, pero que su política de patentes transformó en el “medicamento más caro del mundo”. Ahora, la multinacional está detrás de uno de los tratamientos candidatos a curar el Covid-19: el Remdesivir, droga desarrollada para tratar el ébola, pero que no tuvo los resultados determinantes.
Con evidencia de mejorar la sobrevida en cuadros severos de Covid-19, la farmacéutica pidió autorización para usar el medicamento de forma excepcional, y logró la aprobación “de emergencia” de las agencias de medicamentos FDA (Estados Unidos) y EMA (Europa). Con ese documento bajo el brazo, comenzó a buscar patentes de exclusividad, incluyendo a la Argentina, donde hizo siete trámites ante el Instituto Nacional de Propiedad Intelectual (INPI) para su tratamiento. Antes, firmó acuerdos con cuatro laboratorios de India y uno de Pakistán para producir de forma genérica los fármacos, pero excluyó de este beneficio a los países de Latinoamérica.
“La vacuna debe ser universal, gratuita y sin patentamiento, para estar al servicio de la humanidad”, afirma el médico sanitarista Jorge Rachid.
Con esta maniobra, a los países como el nuestro les queda una sola opción: comprar el producto de Gilead al precio que imponga la farmacéutica. Lorena Di Giano, directora ejecutiva de la Fundación GEP, advierte: “La Universidad de Liverpool estudió el costo de producción del Remdesivir y determinó que producirlo cuesta cinco dólares. Sin embargo, Gilead sacó un precio de 2.340 dólares por persona el valor final del medicamento”. Para colmo, el fármaco no está disponible hoy en muchos países, ya que al inicio de la pandemia Estados Unidos compró casi toda la producción.
La Fundación GEP viene trabajando para que el país no apruebe ninguna de las patentes pedidas por Gilead para el producto, lo que hizo subir las acciones del laboratorio en dos momentos claves: cuando se aprobó su uso de emergencia y cuando lo utilizó el presidente Donald Trump. “Analizamos las solicitudes de patentes, y descubrimos que no cumplían con los requisitos de la ley”, explicó Di Giano durante el seminario virtual “Acceso a tratamientos y vacunas en el marco de la pandemia de Covid-19”.
Para esta entidad, los pedidos no tienen ninguna tecnología nueva, por lo cual se consideran abusivos. La industria farmacéutica suele usar un sistema, denominado “evergreening”, para patentar productos con pequeños cambios y así mantener la exclusividad. Por eso, la Fundación GEP ya presentó tres oposiciones con argumentos y pruebas “para que el INPI rechace los pedidos” de la corporación.
“Buscamos que Gilead no tenga el monopolio para producir un medicamento para tratar a las personas con Covid-19 –recalcó Di Giano–. Sin patentes, productores locales pueden producir versiones más baratas para competir con la industria farmacéutica multinacional y bajar los precios”.
Los reyes de la vacuna
Con más de 150 proyectos –incluyendo unos 20 argentinos– la ciencia buscara afanosamente una vacuna contra el coronavirus. En esta carrera, un puñado están en fase III, es decir, ya se prueba en voluntarios. La idea de lograr resultados sobre su seguridad antes de fin de año despierta intereses cruzados, donde la industria farmacéutica tiene centradas muchas de sus fichas.
Ante este panorama, al inicio de la pandemia el Comité de Expertos de la Conferencia Permanente de Partidos Políticos de América Latina y el Caribe (COPPAL) realizó una declaración donde se remarcó la necesidad de que los Estados tengan un rol protagónico en la producción de la vacuna. “El Estado debe reasumir y jerarquizar todos los aspectos relativos a recuperar soberanía sanitaria respecto al mercado”, sostuvo el médico sanitarista argentino Jorge Rachid, integrante del Comité.
Además de este rol estatal, los expertos pidieron varias condiciones sobre la vacuna, entre ellas, la accesibilidad: “La vacuna debe ser universal, gratuita y sin patentamiento, para estar al servicio de la humanidad”, agregó Rachid. Este pedido contó con el apoyo del Parlasur, que llevó el reclamo a las Naciones Unidas.
Pero las presiones de la industria son grandes. Los laboratorios que investigan una vacuna firmaron un compromiso sobre la seguridad de los productos, ante las urgencias por conseguir una inmunización segura. A cambio pidieron ciertas condiciones. En la Argentina, tiene media sanción en Diputados un proyecto de ley para darle un marco legal especial a la compra de vacunas, que deriva los posibles litigios a tribunales internacionales. Además, permite firmar acuerdos de confidencialidad.
Desde el bloque del Frente de Izquierda, que votó en contra de la media sanción, afirman que esta ley es similar a la que permite que los bonos de la deuda externa se hagan bajo jurisdicción extranjera. “Se renuncia a la soberanía jurídica”, afirmaron.
El Ministerio de Salud anunció que Argentina producirá junto con México una de las vacunas, la que produce la Universidad de Oxford y la farmacéutica AstraZeneca. Lo hará a través de mAbxience, una firma del grupo Insud, el gigante comandado por Hugo Sigman. Médico y psicoanalista, el empresario estuvo vinculado al Partido Comunista en los 70 y junto a su mujer, Silvia Gold (titular de Mundo Sano, entidad que lucha contra las enfermedades olvidadas), tienen un largo recorrido en el negocio de los medicamentos y vacunas.
«Sin patentes, productores locales pueden producir versiones más baratas para competir con la industria farmacéutica multinacional y bajar los precios»
Insud posee la empresa Chemo, dedicada a comercializar materias primas y productos terminados, además de otras firmas vinculadas a la industria farmacéutica. Además, el grupo incorporó en la Argentina, en 1990, al Laboratorio Elea (actualmente Elea Phoenix) y es accionista, a través de Chemo, de Biogénesis Bagó.
Desde 2012 es productor de vacunas antigripales en el país, a través de una cuestión clave: el manejo de virus vivos. “No se conocen los contratos público-privados que firmó Sigman con Cristina Fernández de Kirchner, para saber quién se queda con las patentes… sería muy importante tenerlos”, sostiene Rachid.
Sobre la relación del grupo con el Gobierno argentino y el negocio que se abre, el sanitarista argentino asegura: “Todo depende de la voluntad política del Estado. Yo podría pensar cuál será la relación que tenga Alberto Fernández con Paolo Rocca, y no sabemos qué decir”.
El país tiene una industria de bandera poderosa, como pocos países en la región. Los laboratorios nacionales tienen cerca de la mitad del mercado y son dominadores de la venta de productos de alta rotación, es decir, los más sencillos tecnológicamente. La cámara que los nuclea, CILFA, tiene una relación muy aceitada con los últimos ministros de Salud y son abastecedores del convenio PAMI, el más grande del país. Rachid alerta: “El desarrollo y la apropiación de vacunas y medicamentos está en disputa”.
Tiene media sanción un proyecto de ley para darle un marco legal especial a la compra de vacunas, que deriva cualquier posible litigio a tribunales internacionales y permite firmar acuerdos de confidencialidad.
El caso Tamiflú
Por características, la actual pandemia es comparada con la producida por la llamada fiebre española, una influenza que mató a millones de personal en 1918, momento en que se terminaba la Primera Guerra Mundial. Pero en las últimas décadas hubo al menos tres pandemias, de menor dimensión.
En 2009, la OMS declaró la epidemia global por el virus H1N1, causante de la conocida gripe A. La crisis finalizó con una vacuna incorporada al calendario de los países, de aplicación anual, pero fundamentalmente demostró la fragilidad de los sistemas sanitarios ante el avance de las presiones económicas. En plena emergencia, expertos vinculados a la OMS recomendaron el uso del antiviral oseltamivir –conocido por su marca comercial Tamiflú– para tratar la gripe A.
Los gobiernos compraron millones de dosis. En la Argentina, la entonces ministra de Salud Graciela Ocaña adquirió primero unas 400 mil dosis de la marca comercializada por Roche, y luego aumentó la cantidad a más de 3 millones, muchas de las cuales no se usaron y se terminaron destruyendo.
La Universidad de Liverpool estudió el costo de producción del Remdesivir y determinó que producirlo cuesta cinco dólares. La empresa Gilead, que hace lobby en Argentina, puso un precio final de 2.340 dólares por persona.
Una investigación posterior determinó que los miembros de la comisión que recomendaron el medicamento tenían intereses con las farmacéuticas, e incluso algunos habían sido becados o financiados en sus investigaciones. Rachid: “Con la pandemia aparecieron dos Tamiflú; uno de ellos el Remdesivir, gracias a un acuerdo que la ANMAT firmó con la FDA de Estados Unidos, que autoriza los medicamentos aprobados por la agencia norteamericana a usarse en el país”.
Dado que la FDA aprueba muchos tratamientos sólo para exportación, los argentinos podríamos ser los “conejillos de India” de la vacuna contra el Covid-19. Para Rachid no hay muchas opciones: “O hacemos una política sanitaria soberana o vamos a seguir siendo rehenes de estos personajes”.
Fuente: Revista Cítrica