Por José María Agüera Lorente

«Hemos creado un maravilloso mundo virtual para vosotros, el feo y sucio real nos lo quedaremos nosotros».

Andrés Rábago García, «El Roto»

Siempre me llamó la atención esa ambivalencia semántica de la palabra «ilusión». Cómo puede llegar a significar cosas tan dispares según el contexto y la frase donde aparece. Si decimos de alguien que es una persona que carece de ilusión en su vida estamos atribuyendo al término un sentido positivo, pues hacemos equivaler ilusión a motivación, a tener algo que genera ganas de vivir, de hacer cosas. Es lo que se expresa cuando uno dice que le hace mucha ilusión emprender un viaje, por ejemplo. Pero si afirmamos que no se puede vivir de ilusiones o le pedimos a alguien que no sea iluso (que no se haga ilusiones sin más), claramente atribuimos a la ilusión un sentido negativo ya que implica un desprecio de la realidad, lujo que uno no se puede permitir porque tarde o temprano se paga caro. La pandemia que padecemos desde hace casi dos años, mal que le pese a los negacionistas, es una tan dolorosa como contundente prueba de ello.

Hace unos días se dio por concluida la enésima Cumbre del Clima, que tuvo lugar en Glasgow. La vigésimo sexta reunión para tratar el problema global del cambio climático causado por el calentamiento global, el cual, según el juicio mayoritario de los científicos, es al menos en un parte decisiva antropogénico. Como el encuentro, organizado por la ONU, es una reunión de los países ya participantes en la anterior conferencia de París a este evento se le ha identificado con las siglas COP (Conference of Parties) y el número 26. Haberlo contemplado con ilusión hubiera sido un paradigmático ejemplo de lo que significa el calificativo «iluso». En efecto, si uno valora los resultados no hay motivos para el entusiasmo ni mucho menos para afrontar el futuro del clima de nuestro planeta –con los consiguientes aciagos efectos para nuestra especie– con optimismo. Todo lo contrario. A decir de Greenpeace, si seguimos con las políticas actuales, el ansiado límite de 1,5 grados Celsius para el calentamiento global quedará pulverizado y nos iremos a un incremento de temperatura de 2,7 grados. Quien viera la entrevista a Greta Thunberg, la joven activista sueca, que se emitió en el programa Salvados comprobaría el estado de ánimo de quien simboliza en gran medida la lucha por un cambio de rumbo de nuestra especie en su relación con el medio natural. Su escepticismo es palmario y se justifica por su experiencia en ocasiones anteriores en las que ha tenido la oportunidad de escuchar los discursos, principalmente de los gobernantes más importantes, en los que se reconoce la necesidad de tomar medidas drásticas y a corto plazo para frenar el avance del desastre ecológico, pero a la hora de la verdad se constata reiteradamente que a las palabras no las acompañan los hechos.

Poco antes del inicio de la COP26 uno de los magnates del mundo digital, Mark Zuckerberg, creador de Facebook, anunciaba el cambio de nombre de su grandiosa compañía. La decisión fue tomada después de un apagón temporal de sus redes sociales y tras que una exempleada suya, Frances Haugen, ingeniera y científica de datos, fuese contando a todo aquel que quisiera oírla –incluido el Senado de los Estados Unidos– lo que revelaban las decenas de miles de documentos comprometedores de la empresa que ella misma había filtrado; básicamente, que para sus responsables los dilemas éticos que según sus propios estudios revelaban en relación con la salud mental de los jóvenes usuarios de sus redes sociales y la manipulación de los estados de opinión mediante la difusión de noticias falsas eran minucias frente a la obtención de beneficios económicos. Estos precisamente se vieron mermados como resultado de todas estas turbulencias técnicas y mediáticas. Tocaba, pues, como todo buen informático sabe cuando el ordenador se cuelga, reiniciar el sistema. Y como conspicuo miembro del gremio que es Zuckerberg ha procedido en consecuencia y ha apretado la tecla de modificación del nombre: ¡Facebook ha muerto, viva Meta!

Me maravilla que sea tan fácil renacer en el mundo de lo intangible, con un simple cambio de nombre. Y me aterroriza pensar que tal perversa alquimia pueda conllevar una eliminación de la historia de lo que ha condicionado y aún condiciona poderosamente la vida de tantas personas, cuerpos tangibles que se miran el espejo alucinatorio de las pantallas a través de las cuales lo intangible ejerce su hechizo.

¿Por qué «Meta»? ¿Por qué esa palabra para denominar al gigante de las redes sociales? Se trata del viejo truco del prestidigitador dirigido a manipular la atención del público. Efectivo hoy más que nunca ante un ciudadano reducido a usuario entregado a la ilusión del presente continuo carente de coordenadas históricas compartidas y que se deja conducir a donde le lleve el flujo incesante de estímulos siempre inagotable en un mundo alicatado hasta el cielo de pantallas. Imposible en estas condiciones históricas que se dé la atención colectiva necesaria que dote de importancia a lo que realmente importa. Como le leí en cierta ocasión al filósofo francés André Comte-Sponville: «la realidad hay que tomarla o dejarla, y nadie puede transformarla si primero no la toma»; pero para poder tomarla hay que empezar por prestarle atención, que puede ser una herramienta que otorgue poder si es colectiva y sostenida en el tiempo.

El nuevo nombre pretende reflejar el viraje de las prioridades de la antes Facebook hacia lo que han bautizado como «metaverso», un mundo de realidad virtual cien por cien digital. A él quiere dirigir su flamante consejero delegado, el renacido Mark Elliot Zuckerberg, gran parte de sus inversiones en los próximos años.

El metaverso es el universo de lo intangible. Avatares personalizados incorpóreos que podrán hacer todo lo que hacen sus originales en el reino de internet, pero con una continuidad espaciotemporal propia tan consistente como la del mundo de lo tangible, y con vocación de autosuficiencia. ¿Es esta la liberación definitiva de la jaula espaciotemporal que lleva persiguiendo Homo sapiens desde los inicios de su aventura cósmica? ¿Supondrá un punto de inflexión en la relación de nuestra especie con el medio tangible en el que nuestros cuerpos inexorablemente tienen que vivir?

«Meta»  es un vocablo griego del que pocos serán conscientes y que se halla en una palabra de tan rancia tradición filosófica como es «metafísica». Con esta palabra etiquetó Andrónico de Rodas hace poco más de dos milenios un conjunto de escritos de Aristóteles en los que se trataba sobre la naturaleza, componentes, estructura y principios fundamentales de la realidad. La palabra de marras, si nos atenemos a su literal sentido, significa «más allá de la naturaleza o de la física». Desde el germen primero de esta parte primordial de la filosofía hace más de dos mil quinientos años, con el poema escrito por Parménides de Elea, pareció necesario a los primeros filósofos ir más allá de la apariencia fenoménica de lo físico para penetrar en la verdadera esencia de cuanto existe mediante la elaboración de conceptos abstractos. Paradójicamente –la filosofía está plagada de paradojas– se impuso reconocer que la comprensión de lo tangible exigía el retiro mental al mundo intangible de las ideas. Pero los excesos de una ontología idealista siempre fueron corregidos mediante el permanente recordatorio de la primigenia realidad de la materia de la que el ser humano es parte. Por honestidad intelectual –divisa irrenunciable del que aspira a sabio– no se podía dejar de dar cuenta de la evidencia tozuda de lo tangible.

En ese denodado esfuerzo por domeñar la realidad (tangible) que en gran media define el devenir de Homo sapiens el metaverso puede ser considerado el paso definitivo, resultado de la evolución de internet merced a las tecnologías inmersivas como son la realidad virtual y la realidad aumentada. He aquí otra paradoja, esta vez de índole nominal, al llamar «tecnología inmersiva» a la que nos tienta con desligarnos de la dimensión corpórea de nuestro ser. Porque el metaverso promete romper con las ataduras del espacio y el tiempo, con las distancias y las esperas en los desplazamientos –nunca más habrá que hacer cola para satisfacer al instante nuestros deseos–, esa tecnología en verdad es emersiva, pues hará que nuestras mentes emerjan del seno de las cosas hacia el cielo de lo intangible. La ubicuidad estará más cerca de ser un don del que todos disfrutemos por la persistencia del metaverso al existir independientemente del instante y el lugar.

El encandilamiento que indiscutiblemente provoca en la mayoría de las personas todo el mundo intangible que proporciona la tecnología digital le da la razón al filósofo Santiago Alba Rico cuando en su sugerente ensayo Ser o no ser (un cuerpo) reconoce una pulsión característica en el ser humano que se traduce en el deseo de huir del cuerpo. Es uno de los motores de la historia junto con la lucha de clases según él. Su plasmación en la técnica representa la historia de los que quieren volar más alto y más deprisa. Para ellos el cuerpo es una prisión, una verdadera jaula espaciotemporal (de nuevo el idealismo platónico, en versión high tech, eso sí). Ahora bien, la técnica es un ejercicio de riesgo por cuanto lo creado tiene un efecto, con una significativa porción de imprevisibilidad, sobre nosotros, más precisamente sobre la conciencia de nuestra identidad. Habría mucho que hablar en este sentido sobre las consecuencias sobrevenidas de la eclosión tecnológica de finales del siglo XIX, no sospechadas en aquel momento, pero que hoy nosotros padecemos, como las de índole ecológica. Más en el caso de las innovaciones de la tecnología digital, las cuales no son meras prótesis somáticas por así decir, sino que constituyen verdaderas rutinas invasivas de nuestras propias mentes.

Esta promesa tecnológica no deja de ser inquietante para mí. Este contraste que las noticias casi coincidentes en el tiempo del anuncio de Zuckerberg y de la COP26 han puesto de relieve me hace preguntarme si se verá mermado el interés de las personas por las cosas del mundo tangible (de esto parece ser que habla Byung-Chul Han, uno de los filósofos de moda, en su libro recién publicado No cosas). Porque a mí me parece que tendríamos que tener puesta nuestra atención colectiva en los desafíos históricos a los que nos enfrentamos, que alcanzan ya una dimensión global y de especie, como ejemplarmente representa el cambio climático. Y, sin embargo, lo que parece ejercer una irresistible fascinación es todo ese paraíso digital «inmersivo», el cual –como han advertido críticos como Nicholas Carr o Marta Peirano– tiene también su punto de pacto con el diablo, que incluye la concesión a los gigantes tecnológicos del libre acceso a nuestros cerebros así como un cierto riesgo de dejación de responsabilidad respecto de nuestros destinos personales y colectivos que otros podrían tomar en sus manos.

El metaverso podría verse como el triunfo de lo intangible. Un modo de existencia en el que la historia corre el riesgo de perder por completo su valor, puesto que al no existir las cosas materiales en él no hay lugar para las huellas que son parte esencial del testimonio legado por el tiempo. Habría que poner especial interés por salvaguardar el conocimiento de la estructura y el contexto en el que las cosas están y ocurren. Esos componentes de su ser en el mundo tangible habrían de traducirse al lenguaje abstracto de los algoritmos, los cuales han relegado la manipulación artesanal de las cosas a la condición de exotismo cultural.

Ese triunfo de lo intangible es manifiesto en la economía global, caracterizada por su absoluta financiarización. Este proceso ha sido dotado de un poder incontestable merced al desarrollo de las tecnologías de la información y la comunicación que han permitido que el dinero mute en un ente intangible que está muy por encima en valor que muchos bienes tangibles de primera necesidad (el nombre de una moneda digital lo dice todo: ethereum, «etéreo»). Aquí parece irreversible el delirio.

Lo que ha quedado expuesto una vez más con el fracaso de la COP26, podría interpretarse como el penúltimo gesto agónico de una humanidad que parece haber asumido que el progreso no consiste en otra cosa que ir ampliando los bordes del abismo. Una humanidad desnortada que siente amenazada su identidad por la condición líquida de todos aquellos elementos laborales, sociales y culturales que forjaban el carácter de las personas. Diríase que el ciudadano del siglo XXI renuncia a sus referencias materiales en el mundo de lo tangible, que cada vez percibe más hostil, para construirse una identidad fantasmagórica conforme progresa la inmersión en el mundo de lo intangible, olvidando así que los seres humanos somos sistemas físicos, partes del Universo, cuerpos tangibles en definitiva en los que cabe reconocer las huellas de la historia del cosmos y de la vida.

Fuente: Rebelión

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