Por Enver Joel Torregroza
No dormimos. Y no se trata solo de la ausencia literal de sueño, de oportunidades de descanso y desconexión. Descrita la situación por ese camino fácilmente se termina en un diagnóstico clínico social y, por qué no, banal, que habla de incrementos en los porcentajes de compras de somníferos a nivel global, de encuestas sobre cuánto duermen las personas por sector social, aquí o allá, y de otros datos propios de esas prácticas de medición estadística que suelen llamar ciencia, que no avanzan realmente en la explicación de los fenómenos, porque no profundizan nunca en ellos para comprenderlos.
Antes de dar el paso a la denuncia ante las autoridades respectivas para que se tomen las medidas biopolíticas apropiadas a la situación y así paliar los síntomas incómodos de una situación colectiva intolerable asociada al estrés pandémico, resulta necesario profundizar más en ese no dormir como experiencia colectiva global del capitalismo digital, de la negación absoluta de la noche por la conexión permanente a la internet y la luz de las pantallas. Una realidad que precede a los tiempos de la fatiga pandémica y que más que ser un síntoma aislado es una condición estructural de la sociedad global en la tercera década del siglo XXI, que apenas comienza.
No dormimos, no porque tengamos dificultades físicas poblacionales para conciliar el sueño. Así como la epidemia de obesidad norteamericana nunca se debió a la constitución física de sus habitantes, sus tendencias genéticas o la debilidad de sus voluntades, sino a políticas erradas de Estado y comercio, el actual insomnio colectivo tampoco corresponde a un problema de los cuerpos que se soluciona con medidas de salud pública. Se trata, antes bien, del modo de vida al que nos vemos abocados todos por el día artificial y eterno del capital.
Internet no para. A lo largo y a lo ancho del globo permanecer despierto se impone como una obligación, un deber de no dejar atrás, de no perder oportunidad alguna de consumo. Consumo, entiéndase bien aquí, no es solo una categoría económica sino también ética y estética, que hace referencia a cualquier cosa que entra por los sentidos, que entra en contacto con el cuerpo: los lugares por los que se deambula, los sitios que se visitan, las personas con las que se habla. Los profesores y científicos también consumimos artículos de investigación, por ejemplo. Y constituye un desfase dramático el contraste entre el tiempo que se gasta en consumirlos –veinte minutos– y el tiempo que ocupa producirlos –tres a cinco años, con suerte–.
Sea que se consuman bienes, capital, imágenes, conversaciones o incluso conocimiento, el actual modelo insomne de consumo no se detiene ante nada. Ofertas nocturnas de todo tipo, rebajas todos los días del año, correos electrónicos a granel como pago por acceder a la compra de cualquier bien en cualquier tienda, por el acceso a cualquier servicio. Toda comunicación corporativa es un email, todo contacto personal es un whatsapp. Nada se escapa de este postapocalíptico infierno de la sobrecarga de información y de la adquisición desenfrenada y frenética de efímeros objetos digitales que pierden su valor al instante, para ser reemplazados por el siguiente.
Lo igual por lo igual. El universo como Instragram. La sociedad como un gran Facebook, en el que todo no pasa de ser un «post», una estupidez tras otra, que se desliza rápidamente con el dedo.
Así consume la sociedad digital las ideas y las opiniones en twitter. Así consume las noticias de las protestas sociales en Colombia, Chile, Estados Unidos o Donde Sea; como una imagen que causa un impacto emocional pasajero que casi no se siente y que habría que decir que es impostado.
La realidad, dura y sufriente, cruda y violenta, es acogida en la realidad paralela y absorbente del mundo digital como un meme que se distribuye por whatsapp: un veloz proceso de recepción que solo cabe calificar como demoniaco.
Pero más que esa disolución esquizoide de la realidad en las pantallas de las redes sociales, lo que caracteriza el sonambulismo de masa de la era del capitalismo avanzado que estamos padeciendo es la disolución del sí mismo, el aplanamiento del self y la alienación de la riqueza interior del yo, que convertido en un solo y trasparente ojo-dedo receptor, se entrega simbiótico a su unión fatal con el aparato celular.
Como la víctima de un íncubo, entregada a la succión sexual de su alma por el demonio que la abraza, el Ojo-digital se une a la pantalla de un artificio que succiona sin parar todo el tiempo subjetivo y, por ende, toda la vida del individuo. Pues eso es lo que somos también: tiempo, y no solo cuerpo. Un cuerpo adolorido y curvado que ya no mira hacia arriba. Que ya ni siquiera mira, pues su mirar está completamente amaestrado por la cultura tecno-digital.
Uso la expresión “sonambulismo de masa”, propuesta por la filósofa italiana Donatella Di Cesare en su iluminador ensayo sobre los excesos de la iluminación artificial, que hace parte de su libro «Sulla vocazione política della filosofia» (2018, Bollati Boringieri). Di Cesare resalta allí la novedosa función de acto de resistencia política del simple acto de dormir: “El dormir -dice- se antoja una auténtica afrenta a la laboriosidad incesante impuesta por el mercado, una resistencia indebida a la adecuación exigida por las redes informáticas”.
En la sociedad del 24/7 y en el planeta del «non stop», el dormir parece uno de los últimos bastiones del rebelde. Para la lógica totalitarista del capital, que todo lo mercantiliza y que todo lo interpreta bajo la óptica del objeto de consumo –ese inefable objeto del deseo-nunca-satisfecho que ya describieron en su tiempo Eric Fromm y Herbert Marcuse–, el cuerpo humano se presenta ante los ojos del emprendimiento empresarial como la última línea de resistencia a su política irrefrenable de dominio y eliminación de lo humano.
El cuerpo no quiere. Es un reducto de negatividad, de vísceras ocultas, de carne que no puede ser más que lo que es y que anuncia a todas horas, mediante el dolor, su vocación mortal. Por eso el capitalismo y el mundo moderno se empeña por ocultarlo, encubriendo el dolor de la muerte y su olor fétido y nauseabundo con asépticas estadísticas porcentuales de fallecidos por la pandemia, al mejor estilo de las estadísticas de eliminación genocida de la biopolítica del Tercer Reich.
El cuerpo es un no total al positivismo y la mentalidad hiperafirmativa de la permanente luz artificial del capital, esa enfermedad colectiva de la sociedad contemporánea que no admite la negatividad y que no quiere cansarse nunca, como lo ha descrito muy bien el filósofo budista-hegeliano Byung Chul-Han en La sociedad del cansancio (Herder, 2017), y también en La sociedad de la transparencia (Herder, 2013).
El capitalismo neoliberal ha convertido el universo en un iluminado supermercado, transformando el ideal luminoso de la Ilustración en una pesadilla distópica de seres que no pueden cerrar los ojos y andan por ello adormecidos, sonámbulos, en un aparente estar despierto permanente que en realidad es un letargo mental que imposibilita la memoria, la acción, y el pensar. Es la razón la que se ha adormecido y es la imbecilidad la que permanece vigilante.
Narcotizados por la ausencia de noche que impone el capitalismo digital las sociedades del siglo XXI se han entregado a un embrutecimiento depresivo en lucha permanente contra los propios cuerpos, que se resisten, aún, tercos, a no dormir y desconectarse del mundo.
No resulta extraño por ello que estos sean también los tiempos del delirio transhumanista, del programa bio-técnico-político de eliminación del cuerpo humano y su reemplazo progresivo por el cuerpo producido por las industrias del capitalismo corpóreo, el cuerpo operado, el cuerpo ciborg, el cuerpo prediseñado genéticamente y en definitiva, como el programa transhumanista no cesa de clamar y exigir a futuro, por el trasvase de la red neuronal que conforma el alma del individuo –excesivamente orgánica y maloliente– a la red cibernética nanotecnológica de una unidad computacional. En esta metafísica contemporánea de la transmigración de las almas, de multimillonarios que ya están pagando, además de sus vacaciones en el espacio extraterrestre, por el próximo trasvase de su mente a un chip con el fin de asegurar su “inmortalidad”, se cumple completamente el anhelo del capital: la mercantilización de la propia vida interior, por un lado, y la eliminación de esa molesta resistencia que representa el cuerpo, esa sustancia engorrosa de carne y huesos que a veces no produce-consume porque se duerme.
En el eterno día del mercado digitalizado, no hay ciclos de ningún tipo. Al capitalismo le incomodan las estaciones, las vacaciones, la menstruación y, por supuesto, el día y la noche, la vigilia y el sueño. Es evidente que en estos tiempos de pandemia-endémica, el sonambulismo de masas se ha profundizado. Los modos de trabajo contemporáneos implican la eliminación de los ciclos, la suspensión de todo descanso, la comunicación permanente corporativa, la publicidad total. Una sociedad desasosegada, que carece de tiempo, porque lo malgasta completamente en ese nuevo modo de producción hipercapitalista que es el consumo total. Una humanidad que además ha perdido el horizonte, imbuida como está en el bucle de lo idéntico sin fin que le impone la digitalización. La ausencia de negatividad, de vacaciones reales desconectadas, de descansos verdaderos sin consumo, de una vida que no sea posteada, ha anulado por completo el paso del tiempo y la posibilidad del devenir.
El sonambulismo de masa es la descripción del estado de ánimo y el modo de vida colectivo de la tercera década del siglo XXI, que apenas comienza. Su estado de ánimo fundamental es la depresión, que corresponde a la crónica pérdida de sentido existencial de la época, la última gran resaca de la secularización. Su modo de vida colectivo corresponde al «homo consumidor» digitalmente narcotizado, el último modo de ser humano que el totalitarismo capitalista tolera y aún promueve. La causa de semejante sonambulismo de masa es la exposición permanente a la luz, la muerte de la noche, la ausencia de negatividad de la sociedad hipercapitalista. El sistema está por ello satisfecho con la pandemia y sus fatigas, con la profundización de los estados depresivos, porque ha extendido su dominio psicopolítico a un control narcótico de la ansiedad colectiva de una humanidad que cada vez más le cuesta soñar, en los dos sentidos de la palabra. Nuevamente caben aquí las palabras del aguafuerte de Goya, el 43 de los Caprichos: “El sueño de la razón produce monstruos”. La razón se ha adormecido y la imbecilidad permanece conectada y vigilante.
Fuente: La silla vacía