Por Martina Storoni
Esto se sabe hace mucho. El investigador argentino Andrés Carrasco advirtió sobre los efectos adversos del glifosato. Ese estudio le valió amenazas, persecuciones y el descrédito público de pares, medios de comunicación y el entonces ministro de Ciencia, Lino Barañao.
Desde entonces, más de 200 estudios de universidades públicas argentinas han probado que la utilización de agrotóxicos es perjudicial para la salud de las personas, del ambiente y de la biodiversidad. Muchos de ellos investigaron los efectos del glifosato (que es el más utilizado), pero también de la atrazina, el endosulfán y el 2-4D. A pesar de todas estas pruebas, Argentina es el país que más litros de herbicidas utiliza por persona por año: 12 litros por habitante.
Estos elementos tóxicos llegan a nuestros cuerpos a través del agua y el aire, pero también están presentes en el suelo, el algodón (que luego se transforma en productos de uso diario como pañales o toallitas) y, según el Senasa, hasta están presentes en nuestros alimentos. En 2019, se registraron 80 tipos de agrotóxicos en diferentes frutas y verduras, esas que llegan a nuestros hogares y estómagos a diario. Además, hay que destacar que la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer (IARC) de la Organización Mundial de la Salud (OMS) calificó al glifosato como «probablemente carcinogénico para los seres humanos».
Otro aspecto a considerar es qué pasa con las comunidades que viven cerca de los cultivos fumigados. Una investigación de Damián Verzeñassi, director del Instituto de Salud Socioambiental de la Universidad Nacional de Rosario, en conjunto con estudiantes del último año de Medicina, encontró que son las más vulnerables ante el agronegocio. En los pueblos analizados por el investigador, la gran mayoría ubicados a menos de 1000 metros de campos de fumigación, encontraron que la causa número uno de mortalidad era el cáncer. Allí, donde los agrotóxicos se concentran y se esparcen a diario, las personas son más propensas a desarrollar esta enfermedad.
Estas poblaciones están más expuestas que ninguna otra a los efectos nocivos de los agrotóxicos, que llegaron prometiendo trabajo y abundancia. Les niñes se quejan de que les arde la garganta y los ojos cuando pulverizan estos herbicidas. También, mujeres de las comunidades han denunciado abortos espontáneos y que sus hijes nacen con malformaciones. Hoy, esas personas luchan por sus vidas, porque el agronegocio se benefició a costa de su salud.
El mundo del agro parece no querer dar marcha atrás. El gobierno actual (y los anteriores) lo apoya. Los medios de comunicación guardan silencio ante el atropello de los derechos humanos con los que se enriquece el agronegocio. Y el pueblo paga con su salud.
Por esto, es necesario impulsar un cambio hacia un modelo de Soberanía Alimentaria, donde se pueda confiar en la comida que llevamos a nuestras casas, donde la alimentación la garantice el propio pueblo. Este concepto se explica como el «derecho de cada pueblo y de todos los pueblos a definir sus propias políticas y estrategias de producción, distribución y consumo de alimentos, a fin de garantizar una alimentación cultural, nutricionalmente apropiada y suficiente para toda la población». La Soberanía Alimentaria hace hincapié en la necesidad de producir alimentos respetando los ecosistemas, la biodiversidad y la cultura propias de cada región.
El problema principal, entonces, no son los herbicidas tóxicos, sino este modelo productivo que, apoyándose en transgénicos y venenos, avanza sin importar el costo humano y ambiental. Debemos preguntarnos cómo queremos producir. ¿Acaso el enriquecimiento de unos pocos justifica los peligros de salud que implican los agrotóxicos? ¿El fin justifica los medios?
Fuente: Escritura Feminista