Por Marta Platía
En la mañana del martes 9 de marzo de 1976 Soledad Edelweis García, “la Sole García”, líder de los docentes cordobeses, manejaba su Citroën amarillo-escándalo,“la Calabaza”, por la zona fabril de la Fiat Concord, casi a la salida a la Ruta 9. Era temprano y a su lado iba Rafael Flores, del sindicato del Caucho, a quien había buscado por su casa, uno más de los que se reunirían en la Mesa de los Gremios en Lucha para analizar lo que ya se veía venir: un nuevo golpe militar.
En esa cita, los herederos del Cordobazo “tomarían decisiones conjuntas para defender a los trabajadores y pedir por los que habían sido secuestrados por el Comando Libertadores de América”, una especie de Triple A local, a la que se habían sumado las hordas de Luciano Benjamín Menéndez, el jefe del Tercer Cuerpo de Ejército.
La Sole recuerda, revive y habla rápido. Muy rápido. Acostumbrada desde chica “a ganar espacio, a arrebatar la palabra en una familia de ocho hermanos y hermanas” en la que todos o casi todos tenían militancia gremial. Quienes la conocen lo saben. Ese es su sello distintivo. El de una líder natural como también lo fue y es su hermana Lila García, “la escribana del Cordobazo”, que ya tiene 88 años.
“Venía pasando con los compañeros –recuerda Soledad con su voz cascada-. Los agarraban por las calles. Y ese 9 de marzo me tocó a mí. Me acuerdo que me atravesaron los Falcon en un camino de tierra. Eran unos tres o cuatro autos con doce o trece tipos armados. A Rafael (Flores) lo golpearon enseguida. A mí me cacharon y me tiraron en el piso de atrás de un auto. Me pegaron todo el camino hasta lo que después supe que era la D2” (la Gestapo cordobesa, a sólo 8 pasos de la Catedral donde reinaba Primatesta).
“Ahí fue como entrar al infierno. Los golpes de puño, la picana, las palizas. Las vejaciones, las violaciones… El submarino que es lo peor de lo peor, porque sentís que te morís, que te ahogás… Y para los asmáticos como yo… (Exhala, toma aliento) Pero a eso hay que sumarle los gritos terribles de los compañeros que a veces te dolían más, te atravesaban más que los propios dolores… Ahí nos dieron con todo. Con esos tormentos que nos tenían preparados para acallarnos, para matarnos a todos”, dice Soledad García a Página 12.
“Perdías la noción del tiempo, pero en un momento una guardia me dijo que afuera los maestros estaban haciendo un lío bárbaro para que me liberen. Eso fue confirmar en un segundo que mi compañero (el también docente y gremialista) Eduardo Requena, estaba movilizando a las organizaciones por mi libertad”.
Una historia de amor
El amor entre Soledad y Eduardo Requena había surgido poco después del Cordobazo. “Teníamos todo en común: gustos, militancia, visión del país que queríamos. Yo estaba de novia y él también cuando nos conocimos. Pero el flechazo fue tan fuerte que no hubo otra que avisar a los ex… Yo le decía siempre a Eduardo: vos llegaste a mi vida y pateaste la puerta de entrada para siempre”.
-¿Te acordás cuando lo viste por primera vez?
-Claro, fue en la sede del gremio, en calle Ayacucho. Vi este hombre hermoso que me dijeron que venía de Villa María… El se me acercó y me preguntó si un compañero que estaba por ahí era mi novio. Me extrañó la pregunta, pero me gustó que se animara. Después hubo un campamento de maestros que organizó el Gordo (Juan José) Varas, que lo mataron con Atilio López (la Triple A, el 14 de septiembre de 1974). Y ya no nos separamos hasta mi secuestro.
La clave para saber que Soledad García “había caído”, fue la Calabaza: “Un obrero vio que a mi auto lo manejaba un tipo raro y dio aviso. Y eso me salvó la vida porque mis compañeros, mi gremio, mis hermanos fueron a pedir por mí y me tuvieron que blanquear. Me llevaron a la (cárcel) UP1, en el Barrio San Martín.
En el Pabellón 14 de Mujeres, la Sole fue una más de las presas políticas que soportaron el terrible invierno de 1976: el invierno en que la dictadura encabezada por Jorge Rafael Videla y apoyada a pura muerte y desaparición por Luciano Benjamín Menéndez en Córdoba, asesinó en falsas fugas y “operativos ventilador” (matanzas en las que se acomodaban los cuerpos para que pareciera que habían muerto en enfrentamientos) a 31 presos políticos de la UP1.
“Lo que se vivía ahí era espantoso. Nunca se te va del cuerpo el frío de la cárcel. Nunca. No importa cuántos años pasen. El día del Golpe entraron como locos. Rompieron todo. Desde ahí todas las noches, sentíamos cómo sacaban a los compañeros. Ahí también vimos cómo se llevaron, después de parir a sus bebés, a Marta Rosetti de Arquiola y a Marta Juana González de Baronetto. Me acuerdo cómo se la llevaron para matarla, por el callejón de la muerte a Tati (Esther María) Barberis, y a Diana Fidelman (Sztelman). A ella la torturaron más por ser judía”.
-¿Cuándo supiste qué habían matado a Eduardo, tu compañero?
-Una guardia pasó por mi celda y me lo dijo. Así como si nada. ¿Vos tenías un novio? Sí, le dije yo. Y ella: bueno, no está más. Ese día me morí un poco yo también. Quería creer que no era cierto, pero sabía, sentía que sí, que lo habían matado. Tenía 37 años.
En los juicios fueron muchos los testigos que dieron fe del secuestro del maestro Eduardo Requena: lo atraparon el 23 de julio del ´76 junto a Roberto “Tito” Yornet (de 30 años y padre de dos hijos, Marcelo y Marcos) en el bar Miracles, en la avenida Colón del centro cordobés. Ambos fueron torturados y asesinados en los campos de La Perla, en uno de los tantos fusilamientos masivos en agosto de ese año.
Cara a cara con Videla
Soledad García fue una de las sobrevivientes que dieron testimonio durante el juicio que se les hizo en Córdoba a Videla y Menéndez, desde el 2 de julio al 22 de diciembre de 2010. Los genocidas, junto a otros 28 represores, fueron acusados de las torturas y asesinato de 31 presos políticos a disposición del Poder Ejecutivo Nacional. Es decir, de hombres y mujeres encarcelados por sus ideas en una cárcel legal y que por lo tanto tenían derecho a que el Estado garantizara sus derechos y sus vidas.
En el juicio quedó demostrado que los dictadores no respetaron nada. Que fusilaron en falsas fugas a 29 presos; y que en el caso del médico santiagueño René Moukarzel, lo estaquearon en el patio del presidio hasta matarlo de frío en una tortura que pudieron ver las mujeres desde su pabellón, y escuchó el resto de los presos desde sus celdas.
El otro crimen a la vista de cientos de presos políticos y “comunes”, fue el del estudiante de periodismo Raúl Bauducco, quien no pudo levantarse luego de un “baile” y una golpiza en el patio del penal en una noche gélida; y fue asesinado de un balazo a quemarropa en la nuca por el cabo (Miguel Ángel) Pérez, con la venia del represor Enrique Mones Ruiz. Un fusilamiento por el cual Pérez pidió perdón al final del juicio a los familiares de su víctima; y el propio Videla lo llamó “cobarde e indigno” de pertenecer al Ejército.
Soledad García retoma: “El 31 de diciembre de 1976 a mí y a las compañeras que quedábamos vivas, nos sacaron de la UP1. Pensamos que nos iban a matar, pero nos ataron al piso de un avión (un Hércules C130) y nos llevaron a Devoto unas sobre otras. En el camino amenazaban con tirarnos al río. En Devoto el régimen carcelario fue muy otra cosa para nosotras que veníamos del infierno”. Luego de los años de prisión, del exilio en España, en 1984 la líder docente volvió al país.
Casi treinta años después, el martes 3 de agosto de 2010, Soledad García dio su testimonio frente al Tribunal Oral 1. “Yo no pensé que Videla iba a estar ahí. No pensé tampoco en Menéndez –rememora–. Estaba muy enfocada en no olvidarme de todo lo que nos habían hecho (así, en plural). No quería olvidarme de nada. De los simulacros de fusilamiento por la noche desnudas en el patio de la UP1 contra una pared… De los manoseos. De que nos sacaran la ropa, que era una tortura más. Pero recién después (de otros juicios) lo tuvimos más claro .»
“Yo estaba enfocada en denunciar las torturas, los asesinatos de mis compañeros y compañeras. Lo que pasó con Videla para mí fue algo espontáneo. Para nada planeado –sigue Soledad García-. Como el juez me preguntó, al final de mi testimonio si quería decir algo, ahí me surgió todo. Giré sobre la silla hacia la izquierda y lo miré, lo encaré y le dije de todo. Nunca pensé que iba a tener esa oportunidad”.
Ese “de todo” de la Sole, tomó por sorpresa al genocida: Videla, con el cuerpo literalmente pegado al respaldo de su banquillo de acusado, soportó con el mentón casi pegado al cuello, los ojos muy abiertos y apenas respirando; el reclamo furioso de la líder sindical rebatiéndole aquello de que “los desaparecidos no están, no existen, no son. No están ni vivos ni muertos. Están desaparecidos”, que el otrora poderoso dictador en el poder les había explicado a periodistas internacionales en 1979.
“¿Cómo que no están, que no son? ¡No señor! No son una entelequia. Ellos tenían vida y ustedes se las quitaron. Tenían proyectos y ustedes los llevaron a la muerte. Ahora, que ya nada puede reparar lo que pasó, que no les puedo pedir coraje civil, ni están los datos, ¡devuelvan los nietos a las Abuelas! ¡Devuélvanme el cuerpo de mi compañero, de los compañeros! Muestren un resto de humanidad», le gritó.
“Yo me dí cuenta de la repercusión de eso cuando salí de dar testimonio. Para mí fue una reacción natural. Pero sí, fue una oportunidad de hacer cierta justicia”, reflexiona ahora García.
-Cuando Videla murió (el 17 de mayo de 2013), ¿pensaste en ese momento?
-Sí, pero no fue eso lo que me provocó la muerte de este asesino. Más bien fueron dos cosas contrapuestas: una cierta bronca porque se murió muy rápido. Demasiado pronto para tanto dolor que provocó. Pero también cierta satisfacción por esa muerte tan poco estética, tan poco digna: entre sus excrementos. Ese, que se golpeaba el pecho y comulgaba todos los días mientras mataba, murió de lo más degradado. En medio de una completa mierda. De la suya.
Soledad García dice que siempre seguirá buscando el cuerpo de su compañero Eduardo Requena. “Tengo sólo una foto de los dos juntos. Eso y los recuerdos. Y el amor que no muere… No tenían derecho a matarnos ni matar a los nuestros. Nosotros todavía los buscamos. En cambio cuando él se murió, su familia lo pudo enterrar”.
Entonces, en el final de la entrevista, surge el recuerdo del texto del periodista Jorge Kostinger, de La Plata, que circuló urgente y profuso en las redes sociales apenas dos días después de la muerte del genocida. Un escrito que resumió mejor que nadie lo que miles y miles tenían anudado en el pecho y en la memoria,y que diferenciará siempre de los asesinos: “Ahí está el cuerpo –escribió Kostinger-. Sin hábeas corpus, ahí tienen el cuerpo. Unos papeles y es suyo. Llévense el envase de su pariente. Cuentan ustedes con un cuerpo. Que les conste que lo reciben sin quemaduras ni moretones. Podríamos haberlo golpeado al menos, que ya hubiera estado pago. Pero nosotros preferimos no hacerlo, eso que sí hizo este cuerpo que ustedes van a enterrar. No lo tiramos desde un avión, no lo animamos a cantar con descargas de picana. Que cante, por ejemplo, dónde están nuestros cuerpos, los de nuestros compañeros. No fue violado. No tuvo un hijo acostado en el pecho mientras le daban máquina. No lo fusilamos para decir que murió en un enfrentamiento. No lo mezclamos con cemento. No lo enterramos en cualquier parte como N.N.; no le robamos a sus nietos. Acá tienen el cuerpo”.