Por Laura Martínez
«Los hombres temen incluso el aire que respiran. Tienen miedo de los difuntos, de los vivos y de ellos mismos (…) van como ciegos desesperados que chocan a cada paso con sus contradicciones». En marzo de 2020 el mundo hiperglobalizado asistió con perplejidad a un fenómeno desconocido para sus habitantes: un confinamiento domiciliario para hacer frente a una amenaza invisible, un virus de transmisión respiratoria. Las carreteras por las que a diario transitaban miles de pies y vehículos quedaron de pronto desiertas, sin más traqueteo que el de los llamados trabajadores esenciales o el de las personas que acudían a por sus víveres.
El fenómeno, no obstante, no era tan novedoso. La cita inicial pertenece a Francisco de Santa María, un religioso portugués que documentó en el siglo XVII el terror de una epidemia. En el Diario del año de la peste, escrito en 1722, el periodista inglés Daniel Defoe novelaba la epidemia de peste que azotó Londres en 1664 y que duró dos años, dando pie a los comportamientos más humanitarios y a los más crueles. Defoe se refirió a Londres como la ciudad sitiada y relató las huidas de las clases adineradas. La literatura y más adelante la prensa escrita han sido testimonio de las grandes plagas que han azotado al mundo y de las emociones humanas que estas han despertado. En la evidencia científica y en el legado literario se apoya Enric Novella, psiquiatra y profesor en el departamento de Historia de la Medicina de la Universitat de Valencia, para explicar lo que denomina «cultura emocional de las pandemias», un patrón de comportamiento en las sociedades -en este caso, las occidentales- fruto su legado histórico. «La historia de las epidemias y la literatura nos muestran que estas reacciones tienen especificidad cultural», apunta.
En la memoria colectiva destaca el impacto de dos grandes epidemias: la peste bubónica del siglo XIV y la gripe española de 1918. Aunque las diferencias temporales son abismales, Novella recuerda el legado histórico de la peste del siglo XIV. Afectó, explica, a las experiencias religiosas, con el surgimiento de sectas que impugnaron la doctrina religiosa hegemónica; provocó un cambio cultural en la relación con la muerte, con la aparición de la atmósfera sombría y apocalíptica reflejada en la iconografía medieval; estigmatizó a grupos étnicos como los gitanos y los judíos, que fueron acusados de portar la enfermedad y trasladados en masa a los países del Este de Europa y, en gran medida, contribuyó al fin del sistema feudal. La letalidad de la epidemia redujo drásticamente la mano de obra campesina alterando las dinámicas sociales imperantes hasta el momento y dando lugar a nuevas estructuras que culminarían con la abolición del vasallaje. Desigualdad, enfermedad y miedo fueron aliciente para las revoluciones campesinas que terminarían con el modelo socioeconómico. Esta epidemia sentó los precedentes para la implantación de las cuarentenas en las localidades afectadas por los brotes, pero también en el comercio naval: los grandes buques debían guardar unos días de aislamiento en los puertos comerciales, primero en los italianos; luego en el resto de las coronas europeas.
El docente considera que el episodio más similar al actual es el de la gripe española de 1918. La última gran epidemia que azotó occidente se cobró en dos años la vida de unos 40 millones de personas y encontró en los medios de comunicación espacio diario, con el consiguiente impacto en la moral social. Tras la primera guerra mundial, la prensa comienza a contar por goteo los fallecidos y la segunda ola, la más letal, se produjo en un clima social de especial tensión. Esta crisis sanitaria, sumada a la bélica, contribuyó a reforzar «la conciencia de la salud como reto global», que derivó en la creación de la Organización Mundial de la Salud años más tarde. La Covid, reflexiona el psiquiatra, podría llevar a un replanteamiento de la atención a las personas mayores, de la salud mental, a cómo gestionar el «excedente de soledad» y a una nueva cultura del contacto físico.
El patrón histórico de respuesta ante la amenaza infecciosa ha sido similar al de un duelo o una catástrofe. Novella, sirviéndose de Defoe, compara el miedo con la propagación de un gran incendio: cuando prende resulta devastador. Primero, recuerda, se dieron conductas de negación, que derivaron en un pánico acusado cuando la aceptación fue un imperativo. Tras ello llegó la inseguridad y la incertidumbre, incluso calaron ciertos discursos de castigo por la hybris humana, relacionando la pandemia con la sobreexplotación de los ecosistemas, de los animales y del planeta. En paralelo llegó la polarización entre conductas heroicas y conductas cobardes; conductas valoradas y los reproches. Finalmente, comienzan a aparecer las secuelas.
En una traslación práctica, no necesariamente lineal, las tendencias que apunta Novella recuerdan a la negativa a adoptar restricciones sanitarias, el confinamiento domiciliario, la negación del riesgo, la sucesión de bromas y memes respecto al «virus chino», la desconfianza hacia las instituciones, el saqueo de los supermercados, los comportamientos de hipervigilancia desde los balcones, los aplausos al personal sanitario y los abucheos a quienes osaban pasear a sus mascotas. De las secuelas los expertos en salud mental, desde académicos a personal en primera línea, llevan meses alertando: desde ansiedad y depresión hasta psicosis y una descompensación de otros trastornos, que harán necesaria una fuerte intervención de los especialistas en la psique humana.
La sociedad del trauma
Pero más allá de los problemas que atañen al individuo, los expertos apuntan a cómo puede afectar a las sociedades basadas en democracias liberales, a la impronta en la conciencia colectiva. Si la peste negra del siglo XIV tuvo como última consecuencia la caída del régimen feudal, la gripe de 1918 contribuyó a afianzar los sistemas de salud públicos, cabe preguntarse qué consecuencias tendrá la Covid para las democracias liberales. La pandemia, expresa Novella, «llega en un momento de paranoia por la seguridad y pérdida de contacto con la muerte», en una sociedad en la que la incertidumbre, la desconfianza hacia las instituciones y las emergencias son una constante.
Algunos filósofos extravagantes como Slavoj Zizek y Byung-Chul Han escribieron durante los primeros meses de confinamiento sendas obras y artículos en las que apuntaban que la pandemia podría suponer una mella en el capitalismo global y un avance hacia el «comunismo del desastre». El doctor no se muestra tan confiado, pero plantea si, en pos de la seguridad biológica, se pueden renunciar a ciertos derechos o sacrificar parte de la soberanía en la que radican las sociedades liberales en busca de mayor sensación de seguridad.
Del mismo modo que la llamada guerra contra el terrorismo a raíz de los atentados del 11S ha dejado dos décadas de hipervigilancia, controles y cambió prácticas tan banales como la de meter un champú en una maleta de viaje, las medidas para afrontar la ‘guerra’ contra la pandemia -con un discurso bélico similar- pueden dejar otras huellas cotidianas, como los llamados pasaportes biológicos, los controles de aforo, una disminución del tráfico de personas o la obligatoriedad de uso de mascarilla si se supera determinada incidencia, reflexiona el psiquiatra.
Los autores vaticinan que el coronavirus dejará una huella de «fragilidad permanente» o «terror duradero», acrecentando lo que Novella denomina «sociedad del trauma». «Nos encontramos en una sociedad muy psicologizada», apunta, y subraya: «Todo el malestar y fracaso ha sido psicologizado». «Vivimos en sociedades del trauma donde predomina la percepción del impacto psicológico», la anticipación del riesgo que lleva a un estado de ansiedad permanente «en un mundo que creía tenerlo todo bajo control». Los expertos, apunta el psiquiatra, tendrán que hacerse cargo de un clima emocional que oscilará entre el miedo y la ansiedad.
Fuente: elDiarioEs