Por Karina Micheletto
Transcurridos quinientos días de pandemia, el debate sobre el funcionamiento del sistema de salud en la Argentina se abrió paso por su propio peso, además de ser nombrado por el Presidente y la vicepresidenta. Con la pandemia como aleccionadora, se pone en primer plano la necesidad de avanzar hacia el reacomodamiento de un sistema fragmentado en tres subsistemas: el público, las obras sociales y la medicina prepaga. Que a su vez están fragmentados internamente, de una y mil formas. Y que representan, cada uno, una magnitud enorme: unas 30 millones de personas en teoría están cubiertas por alguna obra social –entre las nacionales, provinciales, el Pami y otras–, otros dos millones tienen cobertura privada –pagando directamente o transfiriendo sus aportes, desregulación mediante– y el resto se atiende exclusivamente en un sistema público que, sin embargo, tiene pretensión de universalidad. El volumen en costo también es enorme, e igualmente fragmentado: De los dos puntos y medio del PBI que invierte el Estado en Salud, sólo medio corresponde a la Nación; el resto, a provincias y municipios. Si se tienen en cuenta además las obras sociales y el gasto privado (prepagas y gasto de bolsillo), la cifra asciende a diez puntos del producto, de los cuales el ministerio nacional maneja sólo el 0,5. La fragmentación, como se ve, comienza por la gestión. Pero también una gran inequidad atraviesan todo el sistema.
Grandes números, grandes inequidades
El sistema está tan fragmentado, que hasta es difícil de medir o cuantificar. Rubén Torres, rector de Isalud –quien fue superintendente de servicios de salud entre 2002 y 2005– puso números que resultan del cruce de datos del Indec, la superintendencia, la Afip, el Consejo de Obras y Servicios Sociales Provinciales, entre otros organismos, en su libro Mitos y realidades de las obras sociales (en coautoría con Natalia Jorgensen y Manuela Robba). Según este cálculo (que es previo a la pandemia) las obras sociales sindicales tienen casi 16 millones de beneficiarios. Las 24 obras sociales provinciales, 7 millones. El Pami, 5 millones. Otro conjunto polimorfo de obras sociales que no son sindicales ni provinciales (universitarias, de la policía federal, de las fuerzas armadas), 2 millones.
El sistema de medicina prepaga cuenta con 1 millón 800 mil beneficiarios directos (los que pagan de su bolsillo la totalidad de la cuota), pero hay otros 4 millones que acceden a una prepaga transfiriendo sus aportes desde sus obras sociales. Hay que tener en cuenta en estos números la doble, triple y múltiple cobertura, que es de hecho uno de los problemas de eficiencia del sistema. Así los números, casi el 70 por ciento de los argentinos estaría cubierto por alguna de estos subsistemas, y el 30 por ciento restante, sólo por el Estado nacional, provincial y municipal.
Otros números difundidos (siempre con esta dificultad de la dispersión de los datos) acercan esta última cifra al 40 por ciento. Sin embargo el sistema público de salud argentino, y este es un rasgo distintivo en el mundo, asegura su universalidad.
“Argentina tiene una de las mejores coberturas de América Latina, no hay más de cuatro países en Latinoamérica (los otros son Cuba, Costa Rica y Uruguay) que tengan el cien por ciento de la población cubierta con acceso gratuito al hospital público. Es un impensable en Chile, Bolivia, Ecuador, Colombia», destaca Torres. Y junto con esa virtud marca la que es «la gran falencia» (y aquí la salud muestra su poca originalidad): la inequidad en el acceso y en los resultados.
Cualquier lector o lectora podrá haber vivido en carne propia lo que es atravesar los llamados «tiempos de acceso», en cada uno de subsectores de la salud: las trabas burocráticas, la espera para turnos, los tiempos administrativos, las autorizaciones, el papeleo. Son tiempos que guardan relación directa con la condición social del paciente, también con el lugar en el que viven. Para alguien que vive en la villa 1-11-14, por ejemplo, puede resultar más eficaz atenderse en la salita del barrio, o en el Piñeiro, yendo a hacer cola a las 4 de la mañana (en tiempos pre pandémicos), que emprender la proeza de lograr un turno en la obra social de empleadas de casas particulares, o llevar la receta para el descuento en medicamentos a una de las cuatro farmacias de la ciudad de Buenos Aires en cartilla, ninguna cercana.
Los expertos en políticas de salud coinciden en señalar la dificultad de abordar cualquier ordenamiento en ese complejo entramado, con una gestión de la salud que está a cargo de una ministra nacional, 24 ministros provinciales, las intendencias en el caso de los centros de salud municipales, más el Pami, más la Superintendencia como organismo descentralizado. Más las obras sociales, cada una con sus recursos y gestión aparte, atravesadas también por el «descreme» que sufrieron en la desregulación de los 90. Más el sector privado, con las diferencias enormes que hay entre una clínica pyme que se sostiene como prestadora de obras sociales, y los grandes jugadores de la medicina privada de múltiples capitales. Suena laberíntico de solo enunciarlo.
Magdalena Chiara, investigadora en salud y territorio, describe lo atípico del sistema de salud argentino: «Hay un modelo con pretensión de universalidad, con financiamiento y provisión estatal a través de hospitales y salitas. Convive con un segundo subsector de obras sociales que dependen de los sindicatos, que tiene origen en las mutuales de principios de siglo, pero que empiezan a tomar forma en el segundo peronismo y cobran particular entidad en la época de Onganía. Que son diferentes según los salarios y el poder de cada gremio, y se transformaron fuertemente en los 90. Y un tercer sector privado que fue siempre pequeño, pero creció en las últimas décadas al calor de la desregulación de las obras sociales”. Aquí es donde aparece el fenómeno de “descreme”: los afiliados de salarios altos pueden optar por pasar sus aportes a las prepagas y algunas obras sociales, de allí la idea de que este sector se queda “con la crema”.
Estos tres subsectores están, a su vez, fragmentados: En lo estatal hay un Ministerio de Salud con muy pocos hospitales (aunque con la pandemia se ampliaron), las provincias mayormente a cargo de hospitales y salitas, pero también los municipios, especialmente en Buenos Aires, Santa Fe, Corrientes, parcialmente Córdoba. De allí un problema de gobernanza, descoordinación, y lógicamente, inequidad: los municipios pobres tienen más población que atender y menos recursos.
“El gran tema son los tiempos de acceso», coincide Chiara. «Nos sobran derechos teóricos, y nos faltan condiciones igualitarias de acceso. Hay innumerable cantidad de leyes que protegen derechos que solo son ejecutables vía los amparos, algo que ya se volvió crónico”.
A esta fragmentación sistémica se suma la variable del territorio: mucha gente que tiene cobertura no la usa porque no tiene dónde atenderse, ni farmacias con descuento, cerca de su domicilio. Chiara hace aquí otra caracterización: los altos gastos de bolsillo en salud en la Argentina, en particular en la compra de medicamentos, notoriamente mayores entre los más pobres.
Rara avis
“La organización del sistema de obras sociales fue muy particular en Argentina, nació fragmentado: a diferencia del resto de América latina y de Europa, no se armó una caja donde todos aportan y cada uno tiene una cobertura relacionada con su riesgo. Acá se armó por rama de actividad, y así si sos bancario, tenés una cobertura mayor que si sos metalúrgico”, describe el economista Oscar Cetrángolo, profesor de la UBA e investigador del Instituto Interdisciplinario de Economía Política. “La desregulación de los 90 empeoró notablemente el panorama, y ya en los 2000, cuando el afiliado puede llevar sus aportes no solo a otra obra social, sino hacia una prepaga, se volvió el colmo de la inequidad”.
“Ese sendero hacia la mayor inequidad que tiene el sistema argentino, va en sentido contrario a las reformas que se hicieron en toda América latina, que buscaron cobertura homegénea. La reforma uruguaya es muy importante, en Colombia están tratando de hacer algo parecido. Argentina es un rara avis, es el país que va en contra de la equidad”, advierte.
En provincia de Buenos Aires
En la provincia de Buenos Aires, una decisión como la de reimpulsar el Consejo de Salud tuvo que ver, justamente, con avanzar hacia un cambio en el sistema de salud público. El médico sanitarista Leonel Tesler, presidente de la fundación Soberanía Sanitaria –espacio organizador del encuentro de salud en el que Cristina Kirchner tiró por primera vez el tema de la reforma sanitaria, a fines del año pasado– marca todo lo que la pandemia integró a la fuerza, y que en la emergencia demostró ser necesario.
“Durante la pandemia quedó demostrada la inviabilidad del sistema de pago por prestación (y no por convenios o “capitación”, como Pami, por ejemplo) de las obras sociales», asegura. «Las clínicas y sanatorios privados, centros de diagnóstico, estuvieron el año pasado cuatro meses casi sin trabajar. En su mayoría son pymes, que tuvieron su ATP, pero el Estado provincial tuvo que salir a auxiliarlos, via Ioma, para que no fundieran. Y luego con la segunda ola tuvieron un gran aumento de los gastos, porque los gastos de internaciones de la pandemia son carísimas, oxígeno, respiradores, medicación, personal de terapia altamente calificado. Después de la primera ola, hubo muchas clínicas que no pudieron sobrevivir”.
Tesler describe cómo en la pandemia hubo que salir a integrar “de urgencia” lo que no estaba integrado entre la administración privada, pública, nacional, provincial y municipal. Primero, a nivel de la información. “Por ejemplo, los motivos de internación de la gente, en el informe del Ministerio de Salud, provienen solamente de los datos que pasa el subsistema estatal, que cubre al 40 % de la población. Lo mismo la ocupación de camas, eso tuvo que cambiar con la pandemia».
Las doce regiones sanitarias de la provincia tienen cierta autarquía. Un accidente en la frontera entre una región y otra, podía implicar largos traslados por la división administrativa, en lugar de la atención en el centro de atención geográficamente más cercano. Lo mismo con las fronteras entre los municipios vecinos. «A partir de la pandemia se generó un sistema de gestión de camas integrado que fue un factor determinante para optimizar los traslados y evitar escenas dramáticas como las que se vieron en otros países, hubo que integrar toda la información de los municipios y de las regiones sanitarias. Lo mismo sucedió con la necesidad de equipamiento: que el Estado nacional centralizase la adquisición y distribución de respiradores, permitió que nadie haga acopio, y que no se pudieran exportar”, relata Tesler.
¿Qué se puede cambiar?
«Que el sistema de salud en la Argentina no está integrado y necesita una reforma no es una idea nueva. Pero el tema nunca llega a ocupar un lugar en una agenda tranquila, consensuada, que permita sostenerse en el tiempo más allá de estallidos simbólicos», advierte Chiara. “Es una discusión que necesita otros tiempos, otra serenidad. No es una ‘llave’ lo que hay que encontrar. Lo que es seguro es que en ese camino es indispensable fortalecer el subsistema estatal, que claramente no está llegando ni siquiera a ese 40% al que las estadísticas dicen que llega”.
«El Estado hoy cuestiona al sistema de obras sociales y de medicina privada. Pero el Estado argentino está capacitado para otrogarle salud a todos los argentinos», cuestiona Torres. «A las obras sociales y a la medicina prepaga se las obliga por ley a cubrir el Plan Médico Obligatorio, y el Estado no está obligado. Y de hecho no cubre todo. Acabamos de hacer un estudio de cáncer de mama (Situación actual del diagnóstico y tratamiento del cáncer de mama en Argentina), donde demostramos que las mujeres que se atienden en el sector público, en más del 80 por ciento de los casos llegan a un estadio tardío a la consulta. Mientras que en el sector privado, llega el 14 por ciento en ese estadio. Eso se traduce en muerte, porque en estadio tardío la posibilidad de sobrevida a los 5 años es de 25 por ciento, y si no, de 80 por ciento. Es algo inaceptable en una sociedad civilizada».
«Las reformas tienen que apuntar a lograr equidad en el resultado, a que todos accedan equitativamente, en términos de calidad, al sistema de salud. A dar protección financiera, que nadie caiga en la pobreza por tener que pagar un sistema de salud», marca Torres. «Hoy la política descubrió que hay que hacer una reforma. Pero mirando la historia, las reformas llevan muchos años, requieren un consenso político enorme y varios periodos de gobierno».
“Ahora estamos hablando exclusivamente de la atención, pero se podría pensar cómo hacer para integrar el sistema de salud de manera tal que pueda asegura determinados servicios de promoción de la salud por cantidad de habitantes, y que no importe tanto de quién dependa adinistrativamente ese centro de salud. Tal vez un centro que pertenece a una obra social o a un sindicato puede ser prestador de todos los que viven en el barrio, gente que tiene diferentes obras sociales y se va a atender a ese lugar”, propone Tesler.
Cetrángolo destaca como antecedente el intento del reacomodamiento post crisis 2001 que emprendió Ginés Gonzalez García: “Sube el fondo de distribución, trata de compensar las diferencias entre obras sociales y sube el programa médico obligatorio. Fue un intento de ir tendiendo a la reorganización, de avanzar en un manejo unificado”, pondera.
Al momento de imaginar una reforma, Cetrángolo va por cuestiones de fondo: “Buscar unificar la cobertura de la población, que tenga que ver con la necesidad y no con el ingreso de las personas. Limitar o anular el traspaso de fondos de la salud colectiva a la individual. Ir subiendo paulatinamente el porcentaje del fondo de redistribución. Tender al ajuste por precios, porque el PMO tiene un nivel tan alto que es imposible de ser financiado, tiene que haber un criterio de prioridades en el presupuesto público. Mejorar la equidad de las obras sociales evitando el descreme. Compensación federal, regulación”.
¿Hasta dónde es posible avanzar hoy en estas cuestiones estructuales, dadas las circunstancias y las fuerzas en juego, cuando de solo enunciar el tema corre el grito de alarma de «estatización»? «Algo está muy mal en un sector mal regulado, donde se juega la vida de la gente, y que gasta 10 puntos del producto, de los cuales sólo el 0, 5 depende del ministerio. Si se quiere reformar, hay que reformar lo que está mal. Y lo que está mal es todo esto», opina el economista.
Fuente: P12