Por Valentina de Rito

El pasado 14 de octubre se cumplieron 115 años del nacimiento de la escritora y teórica política Hannah Arendt, una de las filósofas más influyentes del siglo XX. Arendt nació en 1906 en Alemania, en el seno de una familia de judíos secularizados. Su padre falleció de sífilis cuando Hannah no tenía más de siete años y, desde ese momento, la filósofa fue mayoritariamente educada por su madre, quien profesaba ideas socialdemócratas.

Hannah Arendt se instruyó en la filosofía desde muy corta edad, leyendo obras de Kant y Jaspers en su adolescencia temprana. Posteriormente, tomó clases de teología cristiana y se familiarizó con la teoría de Kierkegaard. En 1924, tras haber aprobado el examen de ingreso a la universidad, comenzó a asistir a las clases de Filosofía dictadas por Martin Heidegger, con quien tuvo a su vez una relación sentimental hasta 1926.

El rápido ascenso del nazismo en Alemania hizo que para comienzos de 1940 la filósofa (a quien ya se le había retirado la nacionalidad alemana) tuviese que emigrar. Fue así que Hannah Arendt y su marido, Heinrich Blücher, se mudaron a París por un año, hasta finalmente llegar, junto con la madre de Hannah, a Nueva York. Allí, Hannah consiguió trabajo como redactora para una revista judeo-alemana llamada Aufbau. Sus artículos abordaban la cuestión del exilio judío, reflexionando acerca del judaísmo moderno y la historia judía en general.

En 1948, tras el fallecimiento de su madre, la autora viajó por primera vez a Alemania. Ese viaje, en el que se reencuentra con Jaspers y Heidegger, fue el primero de los muchos que vendrían posteriormente ya que, al viajar a Europa, Hannah Arendt comenzó a escribir y producir teoría sobre la situación de posguerra. Observó cómo los tejidos sociales y morales se habían desgarrado tras el conflicto bélico, como consecuencia de la perpetración de crímenes impensados hasta el momento. Lo que observó Arendt fue que, a diferencia del dolor y la preocupación que parecían extenderse a lo largo del continente europeo, había una indiferencia colectiva en el pueblo alemán, en donde los horrores producidos por el régimen nazi parecían ser casi silenciados. Sus continuados viajes a Europa, combinados con las conductas observadas y los cuestionamientos que se planteaba, llevaron a la filósofa a trabajar temáticas como la filosofía existencial, el totalitarismo y la idea de cómo el terror puede convertirse en una forma de Estado.

El recorrido teórico-filosófico de Hannah Arendt, en conjunción con sus cuestionamientos sobre los regímenes de estado (con foto particular en el nazismo) la llevaron a plantear lo que es, quizás, una de sus teorías más innovadoras dentro de la filosofía del siglo pasado: la banalidad del mal. Esta teoría ve sus inicios cuando, en 1961, se enjuicia a Adolf Eichmann por genocidio contra el pueblo judío durante la Segunda Guerra Mundial. El procedimiento judicial, que generó grandes controversias, fue un objeto de atención para la prensa y muchos periódicos alrededor del mundo decidieron enviar corresponsales para cubrir las jornadas de enjuiciamiento.

Entre elles, cubriendo para el New York Times, estaba Hannah Arendt.

Lo que la filósofa observó —y posteriormente plasmó en su libro Eichmann en Jerusalén— fue que, precisamente, el hombre a quien estaban enjuiciando frente a sus ojos no era un monstruo. No era un loco, ni una mente maligna, ni un fanático enceguecido. Por el contrario, el obrar de Eichmann respondía a una cuestión burocrática: a una economía de la violencia que, para poder llevarse a cabo, necesitaba de un esquema rutinario. Lo que Hannah Arendt postuló, en síntesis, es que los oficiales nazis no operaban bajo motivaciones perversas o sádicas sino bajo estructuras de organización y procesos administrativos. Lo cual hace del mal, en cualesquiera de sus formas, algo aun más terrorífico: su absoluta normalidad.

Es ese el punto de inflexión que Hannah Arendt trae a la discusión política, filosófica y social de la época: el automatismo de la maldad y el terror, su naturaleza burocrática. Esto no implica razonar que hombres como Eichmann fueron inocentes, ni les brinda un chivo expiatorio por los horrores cometidos. El punto tiene que ver, quizás, con una cuestión de índole más bien moral: en la medida en que para él (y para muches otres) se trataba de un mero trabajo a realizar, no había cargas de consciencia ni juicios morales. Estos actos no atraviesan un filtro a partir del cual su perpetuador puede llegar a sentir culpa o arrepentimiento. Por el contrario, en la medida en que se autoperciben como partes de una maquinaria burocrático-administrativa, los crímenes cometidos son procesados como una responsabilidad más a cumplir.

¿Por qué es relevante el aporte de Hannah Arendt a la argamasa intelectual de su época? Porque plantea algo que va incluso más allá de esta. La banalidad del mal no es un concepto teórico que solo pueda limitarse al régimen nazi o los procesos totalitarios en general. Su fortaleza radica, precisamente, en que puede llevarse a otros procesos de violencia y vulneración de derechos. Hoy por hoy, no es necesario imaginarnos una realidad en donde el mal se vuelve un elemento banal, administrativo. Tampoco es necesario retrotraernos a otras épocas. Nos basta con mirar a nuestro alrededor: a la vulneración de los derechos de las mujeres o a cómo se realiza el tratamiento de les inmigrantes varades en distintas partes del mundo, entre muchos otros procesos que, bajo su titulación burocrática esconden una violencia contenida y latente. Hannah Arendt y su teoría persisten en el tiempo porque incluso hoy nos recuerdan que debemos mantenernos alertas. No a la cualidad extraordinaria del mal, sino, precisamente, a lo contrario: a lo ordinario de su naturaleza.

Fuente: Escritura Feminista

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *