Por Silvia Ons

El psicoanálisis nació antes de la Primera Guerra Mundial, Freud no necesitó de ella para descubrir la importancia de la crueldad. En todo caso la guerra –según le confesó a su amigo holandés Van Eden– confirmó que el psicoanálisis había acertado con su tesis: “Los impulsos primitivos salvajes y malignos de la humanidad no han desaparecido, sino que persisten reprimidos en el inconsciente y esperan la ocasión propicia para desarrollarse”[1].

Freud no vio a la guerra de lejos, ya que ella atravesó su vida: sus tres hijos participaron en las acciones bélicas, durante años su práctica como analista se vio condenada a la ruina y Sophie, la hija favorita, murió a causa de su vulnerabilidad a la infección provocada por los desastres. En ninguna otra contienda en el mundo hubo una matanza semejante a la de Verdún entre los años 1914-1918. Su valor traumático se recorta aún más si se piensa en su acontecer luego de lo que se llamó el siglo de las delicias y también du grand ennui, del gran aburrimiento, del gran tedio y de la gran prosperidad de la clase media.

Hubo antes otras guerras que mostraron, sin duda, horrores difíciles de soportar, pero ninguna de ellas fue más mortífera y sangrienta, anticipando así al estilo de las que le siguieron. Freud[2] apela a diferenciarla de las guerras en la antigua Grecia en las que los griegos habían prohibido asolar las ciudades pertenecientes a la Confederación, talar sus olivares o cortarles el agua. Se respetaba al herido que abandonaba la lucha y al médico y al enfermero dedicado a la curación. Se consideraba a la población no beligerante, es decir, a las mujeres y los niños. Se preservaban las empresas e instituciones internacionales que habían encarnado la comunidad cultural de los tiempos pacíficos. Mientras que la guerra de los albores del siglo XX fue mucho más brutal que las de otrora, el perfeccionamiento de las armas le dio más potencia de fuego y no tuvo miramiento por ningún linde, fue cruel, enconada y sin cuartel. Infringió todas las limitaciones a las que los pueblos se obligaron en épocas de paz, no reconoció privilegios ni en herido ni el médico no admitió la diferencia entre los núcleos combatientes y pacíficos, de la población. Derribó, en definitiva, con ciega cólera todo lo que salió al paso, como si después de ella no hubiese futuro. Las atrocidades de la primera guerra mundial marcaron no solo la vida de Freud, sino a su propia teoría.

Si bien el poder de la agresión no había sido un secreto antes de 1914, la guerra sella el descubrimiento de la pulsión de muerte. Ningún descubrimiento freudiano fue más rechazado por los propios analistas que el concepto de pulsión de muerte. Incluso después de la segunda guerra mundial, ellos no le daban crédito, considerándola una noción biológica, cuando en realidad la biología no conoce nada de ella. Es incluso el propio Freud quien tardó en asimilar la idea, cuando le fue propuesta por la analista rusa Sabina Spielrein. Antes de ser médica dedicada al psicoanálisis, ella había sido paciente y amante de Jung[3]. Joven histérica, vive el desgarro producido por una pasión tormentosa con el que, además de ser su terapeuta, era un hombre casado que no abandonaría jamás a su esposa. No pudiendo tener con él al hijo anhelado, escribirá un trabajo sobre la destrucción como causa del devenir, que anticipa el descubrimiento freudiano. Interesa destacar de qué modo el concepto de pulsión de muerte fue enunciado por vez primera por una mujer a partir del estrago de una relación amorosa, mostrando, hasta qué punto esa dimensión está presente no solo en la guerra.

Hoy en día, muchos psicoanalistas tienden a reducir la guerra a la pulsión de muerte, cuando en realidad Freud toma a la guerra –desde la clínica– para reformular el trauma y la pulsión pero, según pienso, no explica a la guerra por la pulsión sino por la manera en la que la cultura trata a la pulsión. En principio su posición es semejante a la de Thomas Hobbes: “el hombre es el lobo del hombre” (homo hominis, lupus). Recordemos que, ya en los albores de la modernidad, este filósofo había creado el concepto de “contrato social” para refrenar tal impulsividad que hace de la sociedad humana una formación de individuos dominados la por ambición de mando y de dominio.

En el Leviatán[4] (1651) describe que “en su estado natural todos los hombres tienen el deseo y la voluntad de causar daño” de modo que hay –cuando menos en principio– una constante «guerra de todoscontra todos” (bellum omnium contra omnes). El fin de dicho estado y con él las condiciones para que pueda existir una sociedad, surge mediante un pacto por el cual cesan las hostilidades y los sujetos delegan sus derechos, tal renuncia permite el establecimiento de una autoridad que está por encima de ellos, pero en la cual se sienten identificados. Sin embargo, como dice Eric Laurent[5], la cuestión es saber si el surgimiento del Estado elimina la presencia de la muerte. La esperanza de los racionalistas del siglo XVIII –como Condorcet–  ha sido desmentida por los hechos. La guerra, afirma Freud, trajo consigo una terrible decepción ya que ella muestra que el progreso de la civilización no ha moderado la violencia y tampoco ha ayudado para que ella se encauce hacia otros destinos. Por el contrario, el progreso tecnológico la dota de armas cada vez más poderosas, incrementando así sus alcances. Ya hace más de 40 años, Rusell se preguntaba si el hombre de la generación tecnológica no estaba condenado a desaparecer.

En esa misma época, Lacan predijo que “nuestro porvenir de mercados comunes será balanceado por la extensión cada vez más dura de los procesos de segregación”. Conocemos estos procesos: la segregación de los judíos, de los negros, de los árabes, de los armenios, de los “bolitas”, de los chinos, para solo nombrar algunas de sus tantas figuras. Ahora la segregación se ejerce ya ni siquiera respecto a una clase, bajo el nombre de “gente tóxica” todo el mundo podría ser afectado. Claro que el dedo del acusador se cree “inocente” y nunca responsable, la culpa es la del otro.

Freud no creería jamás en esa inocencia. Y se pregunta qué hace la cultura frente a las inclinaciones del hombre. Se podría suponer que las malas inclinaciones del hombre le son desarraigadas y, bajo la influencia de la educación y del medio cultural, son sustituidas por inclinaciones a hacer el bien. Sorprende entonces que en los así educados, la maldad aflore con tanta violencia. Freud explica este fenómeno con el argumento de que la cultura fuerza a sus miembros a un distanciamiento cada vez mayor respecto de sus disposiciones pulsionales. Y Freud no duda en llamar hipócrita a quien reacciona siempre de acuerdo a preceptos que no son la expresión de sus inclinaciones. Entonces, si los pueblos, los individuos rectores de la humanidad y los Estados abandonan las restricciones éticas en época de guerra, ello obedece para Freud a la incitación a sustraerse de la presión continua de la cultura, dándole satisfacción a las pulsiones refrenadas.

Sin embargo, en la respuesta que le da a Einstein en su artículo “Por qué la guerra”, Freud concluye que “todo lo que promueva el desarrollo de la cultura, trabaja también contra la guerra”[6]. Hay entonces culturas que, rechazando la dimensión pulsional, hacen que ella se acreciente llevando a la guerra, y otras que posibilitarían un destino pulsional diferente, que trabajaría “contra la guerra”.

Es muy interesante la manera en la que Einstein[7] diferencia cultura de “intelectualidad”, diciendo que no estarían más expuestas al odio y a la destructividad las masas iletradas. Y afirma que, por el contario, es muchas veces la llamada “intelectualidad” la más proclive a las desastrosas sugestiones colectivas, ya que el intelectual ha perdido contacto con la vida. Es importante recordar que la fiebre bélica patriótica había atacado a novelistas, teólogos, poetas e historiadores. El poeta alemán María Rilke celebró el estallido de las hostilidades con los “Cinco cantos” en los que veía al increíble Dios de la guerra. S. Zweig, más tarde pacifista, tuvo sin embargo posturas militares los primeros días de la guerra. Thomas Mann la vinculaba con la purificación, de la cual nacía la esperanza[8] y Freud mismo experimentó al comienzo cierta credulidad partidista, vivenciando el mismo ese fenómeno de masa que describiría en “Psicología de las masas y análisis del yo”[9]. En el grupo, dice en este trabajo, se borra lo diverso apareciendo lo uniforme, prevalece la identificación al líder y hay una inhibición colectiva de la función intelectual. Surge un sentimiento de potencia infinita, la multitud influenciable y crédula es proclive a todo tipo de sugestión, que puede arrastrarla a las mayores atrocidades.

Freud plantea que la masa se funda en lazos homosexuales y toma como ejemplo de masas artificiales a la iglesia y al ejército, lugares de exclusión de lo femenino. La guerra se apoya siempre en certidumbres: la de la raza –es decir la sangre–, la nacionalidad –es decir la madre tierra-, y la religión –es decir la creencia–, como certezas apoyadas en la exclusión de lo diferente. La guerra va dirigida a lo semejante en lo que tiene de diferente y a lo que de semejante –ignorado en el sujeto– tiene el diferente.

Dice Freud: “el amor a la mujer rompe los lazos colectivos de la raza, la nacionalidad y la clase social y lleva así una importantísima labor de civilización”[10] Ruptura pues de las razones que han motivado toda guerra. Tal amor representa la posibilidad de alojar lo diverso en lugar de segregarlo como hostil y como enemigo. Se podría decir que la mujer encarna no sólo lo heterogéneo del otro, sino lo otro del sujeto que le es ajeno. Son los preceptos universalizantes, las prescripciones válidas para todos, lo monotonoteista de la religión –según una feliz expresión acuñada por Nietzsche– quienes siempre rechazan lo diverso. Lo diverso que es el otro y lo diverso en uno mismo. Ser pacifista es poder atravesar las lógicas binarias que siempre dibujan la cartografía del amigo-enemigo. Lacan apeló a la topología con el afán de superar ese pensamiento dicotómico, vecino de la guerra y del conflicto.

Silvia Ons es analista Miembro de la Escuela de la Orientación Lacanina y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis.

Notas

[1] Freud, S., “Carta al Dr. F Van Eeden”.Obras completas, trad. José Etcheverry, Amorrortu Editores T XIV Bs. As, 1984, p. 302.

[2] Freud, S., “De guerra y muerte, temas de actualidad”, opt. cit. T XIV, 1990. pp. 278-280.

[3] Richebacher, A., Sabine Spielrein de Jung a Freud, trad. Luciano elizaincin, Bs. As., 2008, el cuenco de plata, 2008.

[4] Hobbes,T., Leviatán, en FERNÁNDEZ PARDO, C. A. (comp.) (1977): Teoría política y modernidad, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina.

[5] Laurent, E. , “ Los Jobs del nuevo Hobbes”, trad, Florencia Dassen, Ciudades analíticas, Bs. As., 2004, Tres Haches, pp.171-176.

[6] Freud, S., “¿Por qué la guerra?”, op.cit., p.185.

[7] Einstein, A., Carta a Freud, 30-7-1932, en ¿Porqué la guerra?”, Obras completasopt. cit. p 185.

[8] Jones, E., Vida y obra de Sigmund Freud “ Los años de la guerra” Paidós, Bs. As, 1976

[9] Freud, S., Psicología de las masa y análisis del yo ”, op.cit ,TXVIII , Bs. As 1976, p 134

[10] Freud, S.,”Psicología de las ….”, p.134

Fuente: P12

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