Por Sebastián Lacunza
El peronista Frente de Todos sufrió este domingo una derrota por nueve puntos porcentuales frente a la alianza conservadora Juntos por el Cambio en las elecciones de medio término en Argentina. Con 42% de los votos nacionales en la categoría de diputados frente a 33,6% del oficialismo, la coalición fundada por el ex-presidente Mauricio Macri volvió a cosechar una ventaja abismal en Córdoba —tercera provincia en cantidad de electores— y ratificó amplios triunfos en Santa Fe, Mendoza, Entre Ríos y la ciudad de Buenos Aires; todos ellos, entre los distritos más habitados del país.
El resultado determina que la bancada de senadores del oficialismo se reducirá de 41 a 35 asientos, dos menos de los necesarios para tener la mayoría absoluta del cuerpo de 72, ya que el Frente de Todos perdió en seis de las ocho provincias que renovaron bancas. Desde diciembre, el oficialismo deberá negociar mayorías en la Cámara Alta con representantes de partidos provinciales, fuerzas en general pragmáticas, accesibles para quien ocupa la Casa Rosada.
A la espera del recuento final, el reparto de bancas en la Cámara de Diputados no tendrá variaciones sustanciales. El Frente de Todos no tenía mayoría absoluta en la Cámara Baja y ahora quedará levemente por encima del principal bloque opositor. Otros datos salientes de la jornada fueron que la derecha extrema, que en el país se denomina «liberal-libertaria», logró notables resultados y diputados por la ciudad y la provincia de Buenos Aires, mientras que el trotskista Frente de Izquierda y los Trabajadores Unidad (FIT-U) sumó representantes en esos mismos distritos y en la norteña Jujuy, en un apreciable avance nacional.
A simple vista, la caída del frente que conducen Alberto Fernández y la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner se percibe categórica, a tan solo dos años de su contundente victoria en la primera vuelta presidencial de 2019. Entonces, Macri dejaba la Casa Rosada con un balance signado por el aumento de la pobreza y la desigualdad, una deuda externa tomada en tiempo récord que amenazaba con volverse una lápida y el enseñoreamiento en el seno del Estado de prácticas institucionales intoxicadas (espionaje ilegal, persecuciones judiciales). Los peronistas se habían entusiasmado con la posibilidad de dar vuelta la página del neoliberalismo por largo rato, pero mucho antes de lo previsto un proyecto de ese cuño se puso nuevamente en carrera.
Sin embargo, los rostros del comando del frente peronista de centroizquierda montado en el barrio de Chacarita de Buenos Aires parecían, si no de festejo, al menos de alivio. Al presidente se le escapó la palabra «triunfo» cuando se dirigió a sus partidarios en la noche electoral. Ese lapsus de Fernández dialogaba con miradas en las instalaciones sobre la costanera de la capital argentina elegidas por Juntos por el Cambio. Aunque dirigentes y candidatos claves de esa alianza liderada por el conservador Propuesta Republicana (PRO) y la tradicional Unión Cívica Radical (UCR) tenían motivos para festejar, a algunos la victoria les dejó un sabor amargo.
La razón que explica por qué unos parecían celebrar una derrota y otros tramitaban con decepción una victoria se encuentra en el contraste con las primarias del 12 de septiembre, cuando el peronismo unido se topó con el peor resultado de su historia. El mapa de hace dos meses ratificó el dominio de la centroderecha en el eje central del país, de los Andes al Río de la Plata, que incluye la región más habitada y de mayor capacidad productiva, pero también mostró debacles de hasta 30 puntos porcentuales para el Frente de Todos en uno de sus bastiones, la Patagonia, y retrocesos en provincias del norte. El macrismo había recuperado en las primarias la provincia de Buenos Aires, que alberga por sí sola 37% de los votantes habilitados.
Ante ese vuelco, líderes políticos, analistas y la prensa afín a Juntos por el Cambio —muy mayoritaria— se precipitaron a decretar el final del kirchnerismo y, en particular, de Cristina Fernández de Kirchner, en línea con pronósticos por el estilo barajados en media docena de oportunidades en los pasados 15 años. Las evaluaciones habían dado por terminadas ciertas seguridades de la política argentina, entre ellas, la adhesión al peronismo de una parte significativa de los sectores populares. Alberto Fernández fue descripto en la prensa como un dirigente acabado, desprovisto de luces y de poder de mando, que solo por inercia podría completar sus últimos dos años de mandato presidencial.
Lecturas del escrutinio
El mapa de este domingo habilitó interpretaciones distantes de las prenunciadas. El Frente de Todos logró revertir las derrotas de septiembre en dos provincias (Chaco, en el noreste, y Tierra del Fuego, extremo sur), sumó votos en general y redujo a poco más de un punto el resultado adverso en la provincia de Buenos Aires, casi un «empate». Quedó configurada una distribución electoral algo más reconocible para la tradición reciente: el eje central agroindustrial del país para Juntos por el Cambio, el norte con dominio del Frente de Todos, la Patagonia variopinta y la provincia de Buenos Aires, en paridad.
Entre los líderes de Juntos por el Cambio que quedaron algo descolocados por los resultados se encuentra el jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta. Estratega electoral y orfebre de su propia candidatura presidencial para 2023, Rodríguez Larreta usó un lápiz preciso para relegar en las listas a referentes de los dos principales «halcones» de su propia coalición: Mauricio Macri y Patricia Bullrich. Con amabilidad, les mostró la puerta de salida a su ex-jefe y a la ex-ministra se Seguridad.
La candidatura presidencial de Rodríguez Larreta parecía un trámite, al amparo de una preferencia indisimulable del establishment. Aunque con un muy buen resultado, las legislativas dejaron a la lista encabezada por María Eugenia Vidal en la capital argentina, bastión de Juntos, por debajo de las expectativas (obtener 50%), mientras que el virtual empate en provincia de Buenos Aires terminó por aguar la fiesta del alcalde de Buenos Aires.
Bullrich, en cambio, comprobó victorias nítidas de aliados en varias provincias que recelan de Rodriguez Larreta, quien procura mostrar un enfoque moderado del espacio macrista. La ex-ministra y Macri no muestran objeción alguna en ampliar la propuesta electoral hacia la derecha «libertaria»; pero esa vía, para el proyecto de apariencia «centrista» del alcalde porteño, sería un problema. Javier Milei, la estrella libertaria, considera a Rodríguez Larreta un «zurdo» y hasta «comunista», y no dudó en insultarlo durante la campaña.
El resultado general, no obstante, es inequívoco: el gobierno perdió por amplio margen.
Una razón de primer orden, ineludible para el análisis, fue el trauma de la pandemia. El Ejecutivo no estuvo muchas veces a la altura de una respuesta coherente ante las urgencias. Se embarcó en una retórica grandilocuente hasta que la gastó y llevó a cabo aperturas y restricciones contradictorias e injustificadas. La falta de ejemplaridad en la conducta de funcionarios —empezando por el presidente, que incumplió protocolos y organizó un festejo ilegal del cumpleaños de su pareja en plena cuarentena— jugó un papel en el descrédito, mientras que la asistencia económica a las familias que perdieron su fuente de ingresos fue más bien limitada. La recesión desatada en 2018, la falta de dólares en el Banco Central y la imposibilidad de endeudamiento —porque el gobierno de Macri superó con creces los límites permitidos con el Fondo Monetario Internacional (FMI)— marcaron un techo para las ayudas. Las prioridades fijadas por el propio Fernández, que mantuvo y hasta expandió algunos de los privilegios forjados por su predecesor, hicieron el resto.
Más allá del coronavirus, una mirada sobre el comportamiento electoral en décadas recientes permite vislumbrar continuidades en el carácter cambiante de los liderazgos políticos argentinos.
El argumento de que el kirchnerismo no vence en una elección legislativa de medio término desde 2005 (perdió las de 2009 y 2013, cuando gobernaba Cristina Fernández, y la de 2017, con Macri en la Presidencia) tuvo amplio recorrido en los prolegómenos de los comicios. Si se extiende la mirada, desde 1995 —cuando la pelea bipartidista entre el peronismo y el radicalismo quedó desbaratada por la irrupción de escisiones y terceras fuerzas— solo se registró una victoria consecutiva de un mismo signo entre las legislativas de 1997 y las presidenciales de 1999 (Alianza UCR-Frepaso), entre 2003 y 2005 (inicio de los años de Néstor Kirchner), y en 2015 y 2017, con Macri.
La secuencia da la pauta de la alta competitividad electoral entre los campos políticos que en este siglo se fueron configurando entre una centroizquierda y una centroderecha «a la argentina», y el corto plazo del crédito dado a propuestas capaces de perder un tercio de sus apoyos en el término de dos años. Para un segmento de la sociedad, el sufragio parece ser antes que nada un elemento de castigo, incluso a costa de premiar a quien había sido penalizado dos años antes.
Urgencias hacia 2023
En este sentido, precipitar la condena y la consagración de figuras políticas en función del resultado de una elección de medio término sería, una vez más, un error. El resultado de 2021 no dice demasiado sobre las presidenciales de 2023, por los antecedentes, pero más todavía por el marco de una pandemia que determinó un periodo singularísimo e irrepetible, que trastrocó las condiciones en que se percibieron, pensaron y debatieron los temas públicos y se ejerció el derecho a voto.
De por sí, la vida de hoy no es la de septiembre, cuando tuvieron lugar las primarias y los argentinos recién estaban empezando a asomarse a su vida «normal» tras año y medio de confinamiento y restricciones, gracias a la vacunación masiva y la baja de casos. En estos dos meses, todos los niños pudieron volver a clases y comenzaron a ser vacunados a gran escala, las reuniones familiares y sociales se volvieron frecuentes y la vida urbana fue dejando de lado protocolos y limitaciones. La disminución del agobio acaso haya sido uno de los motivos que generó un aumento de la participación electoral hasta 71,8% del padrón —todavía por debajo de los estándares históricos—, elemento clave de la morigeración de la derrota del kirchnerismo.
En los pasados dos meses, el gobierno implementó medidas de urgencia, algunas meramente ornamentales, para reparar en algo la frustración de muchos sectores que vieron incumplida la promesa de recuperación del poder adquisitivo de los salarios y las jubilaciones perdido entre 2015 y 2019. Quedan por delante reformas de mucho mayor calado que requieren decisión y capacidad de gestión, dos aspectos en los que el presidente no se destacó hasta ahora.
Argentina enfrenta una realidad social crítica. Su economía vivió un serrucho de alzas y bajas que redundó en estancamiento entre 2011 y 2017, y de caída desde 2018. La debacle del PIB de 9,9% del primer año de la pandemia podría revertirse casi en su totalidad este año. Los números de la pobreza indican que, durante la gestión de Macri, el porcentaje pasó de 28% a 35%, y en el registro del primer semestre de 2021 llegó a 40,2% (no son números comparables con otros países de América Latina dado que varían los umbrales estadísticos).
Tras una baja consistente entre 2003 —a la salida del derrumbe del modelo de la convertibilidad y apertura económica— y 2013, la línea de pobreza es ascendente. Con recetas a veces antagónicas y otras similares, ni el último gobierno de Cristina Fernández de Kirchner (2011-2015) ni el de Macri (2015-2019) acertaron a superar lastres recurrentes de la economía argentina. De allí que se entienda el agobio de ciudadanos sometidos a una dura realidad cotidiana que no puede modificar su propio esfuerzo frente a estructuras y gobiernos que no solo yerran el diagnóstico, sino que además demuestran una praxis precaria y micro y macrocontubernios a la hora de implementar políticas públicas.
Con necesidades sociales acuciantes, compromisos de pago con el Fondo Monetario Internacional (FMI) por 46.000 millones de dólares hasta diciembre de 2024 (esquema firmado por Macri en 2018) y dólares disponibles en el Banco Central para menos de 15% de esos compromisos, Fernández se dispone a transitar la segunda mitad de su mandato.
En 2019, el Frente de Todos prometió cambiar la tendencia y, pandemia mediante, no lo hizo. La recuperación que exhibe la economía argentina este año, que sería superior a 9%, duplica los pronósticos de hace un año del propio FMI, los bancos internacionales y la inmensa mayoría de los economistas argentinos que son consultados por los medios. El presidente conoce esa historia, porque cuando fue jefe de Gabinete de Néstor Kirchner (2003-2007) se topó con predicciones que desacertaban año tras año. Con Macri en la Casa Rosada, esos mismos diagnosticadores también se equivocaban, pero en sentido inverso, al sobreestimar un crecimiento que terminó siendo caída.
La reversión del derrumbe de 2020 se proyectará hacia un crecimiento el año próximo, aunque, otra vez, hay disparidad de visiones sobre su magnitud. Sería el primer bienio de alza de la economía desde 2010-2011. La administración de buenas noticias podría mejorar el ánimo colectivo, en contraste con el primer año y medio del frente peronista de centroizquierda en la Casa Rosada, que consistió en un cúmulo de prohibiciones de circulación, paliativos insuficientes y explicaciones sobre el empeoramiento de las condiciones de vida.
Sin más espacio para la inconsistencia
La sustentabilidad del crecimiento está por verse. Por lo pronto, los Fernández se ven obligados a solucionar una característica esencial de su gobierno: la inconsistencia.
En el seno del Frente de Todos se suele presentar un debate que ubica a Alberto Fernández como continuador de la política de su predecesor. De hecho, la vicepresidenta lo dejó por escrito en una dura carta publicada tres días después de la derrota de las primarias. La oposición mayoritaria, en cambio, apunta la crítica a un intervencionismo que describe de mala calidad y poco racional, que logra lo contrario de lo que dice proponerse.
Un ejemplo de un dilema estéril que atasca al gobierno es el de las tarifas de servicios públicos. En la emergencia de su búsqueda de reelección, Macri congeló las tarifas de agua, luz y gas en 2019, tras haberlas aumentado en porcentajes de cuatro cifras durante los tres años previos. Las empresas de generación y distribución de gas y electricidad habían multiplicado los márgenes de ganancia en forma obscena a costa del bolsillo de las familias. Fernández, como era esperable, prorrogó el esquema no bien asumió.
Pero el Frente de Todos eternizó el congelamiento u otorgó aumentos módicos en un país con una inflación anual de 50%; en consecuencia, las tarifas de servicios quedaron reducidas a precios muy bajos incluso para las familias con alto poder adquisitivo: departamentos cotizados en los selectos barrios de Palermo o Recoleta de la ciudad de Buenos Aires pagan un quinto que sus similares de Pocitos en Montevideo, Las Condes en Santiago o el Jardim paulista.
Funcionarios «albertistas» y «cristinistas» se enzarzan en internas de largo aliento sobre si corresponde segmentar y aumentar tarifas, o si ello sería contraproducente en el contexto de la recuperación. Las empresas prestadoras, privatizadas en la década de 1990, encuentran motivos para no invertir y se deteriora el servicio.
Mientras tanto, la diferencia entre el costo «real» y el abono de las familias es afrontada por el Estado mediante subsidios, que crecieron al menos 113% en términos reales desde diciembre de 2019, según la consultora PxQ. Los subsidios cuestan 1,8% del PIB, más de la mitad del déficit primario previsto para 2022. Sin acceso al crédito, el Banco Central emite los pesos necesarios para mantener las tarifas congeladas, que redundan en inflación que a su vez termina erosionando el poder adquisitivo de los salarios.
El supuesto debate sobre las tarifas intracoalición oficialista mantiene intocable un aspecto crucial: el precio de la generación en plantas termoeléctricas y renovables. Parte de las empresas responsables de generar energía pertenecen o fueron creadas por quienes Fernández denunciaba en la campaña de 2019 como «los amigos de Macri», beneficiados por los contratos forjados por los ministros Juan José Aranguren (ex-ejecutivo de la petrolera Shell) y Javier Iguacel (ex-Pluspetrol). Con sus ingresos en dólares a prueba de crisis sociales y pandemias, los «amigos de Macri» participan de inauguraciones y de licitaciones por nuevos negocios, como si hoy fueran amigos de los Fernández (Alberto y Cristina).
La lista de inconsistencias del Frente de Todos podría extenderse a los espasmódicos cambios en políticas de seguridad, la gestión en educación o la decisión de elevar el piso de eximición del impuesto a la renta, que en Argentina pagan menos de 10% de los trabajadores.
En un discurso pronunciado en la noche del domingo, el mandatario argentino anticipó que en diciembre enviará al Congreso un plan con metas plurianuales que contendría las negociaciones acordadas con el FMI para reprogramar los pagos por 46.000 millones de dólares. Afirmó que el proyecto fue consensuado con la vicepresidenta y que no implicará más privaciones para una población sin margen para más penurias. Por ahora, se desconoce quién y cómo pagará la cuenta.
Sobrevivir a los medios
Un capítulo aparte merece la política de comunicación y el abordaje de los medios. El actual presidente dejó el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner en 2008, cuando el kirchnerismo y el Grupo Clarín acababan de romper los puentes. Ya con Fernández afuera, el Ejecutivo de entonces logró aprobar una Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual con principios regulatorios favorables a la diversidad informativa como los vigentes en países como Alemania o Canadá. La ley aprobada en 2009 quedó atenazada entre el poder de lobby de Clarín en los tribunales, que postergó la aplicación durante cuatro años, y la implementación arbitraria por parte del gobierno de Fernández de Kirchner. Cuando asumió la Presidencia, en diciembre de 2015, Macri se tomó menos de tres semanas para desmontar los aspectos centrales de la ley mediante un decreto y resoluciones administrativas.
Antes, durante y después del debate sobre la ley de medios, Alberto Fernández se manifestó contrario a la regulación de políticas de comunicación. Es un político propenso a negociar tensiones y ello quedó comprobado en su vínculo con Clarín durante su paso por la Jefatura de Gabinete, entre 2003 y 2008. Puesto de candidato presidencial, repitió aquel abordaje con algunas precarias definiciones sobre libertad de expresión y el papel de los medios públicos, y desconocimiento cabal de la legislación internacional.
Con el Grupo Clarín consolidado como un actor primordial de las telecomunicaciones y el avance de los gigantes globales y las redes en el territorio comunicacional, el debate hoy es más complejo y empinado que hace diez años.
El presidente parece haber tomado de su propia medicina. No abundan ejemplos en países democráticos ni en la historia argentina desde el fin de la dictadura en que los medios de mayor difusión muestren una preferencia tan marcada por un sector político. Las vertientes de Juntos por el Cambio se ven eximidas de abordar aspectos críticos. Por el contrario, las multipantallas de los grupos Clarín y La Nación, y, en general, las web, radios, diarios y canales de televisión con más audiencia actúan como explicadores, anestesistas o enterradores de los temas que pueden afectar a las principales figuras de Juntos por el Cambio, sean Macri, Bullrich o Rodríguez Larreta.
La alquimia mediática permite que las consecuencias de la deuda en dólares con el exterior contraída por Macri, quien quebró el récord de emisión de bonos internacionales para mercados emergentes en 2016 y 2017, y contrajo el mayor préstamo en la historia del FMI en 2018, sean corridas de la escena. Incluso es puesto en debate si fue Cristina o es Alberto el principal impulsor de la deuda argentina.
El partidismo mediático adquiere posturas extremistas que dejan en segundo plano a los sectores moderados de Juntos por el Cambio. Así, por esas pantallas circulan insultos a los referentes del gobierno proferidos por opositores y presentadores de canales de noticias.
El presidente y la vicepresidenta suelen ser mencionados en términos delictivos, y ello tiene un correlato en la simpatía con que son tratadas las figuras emergentes de la alt right. Los libertarios José Luis Espert y Javier Milei, algún artista y hasta algún periodista tienen vía libre para verter amenazas de golpizas, reivindicación de asesinatos contra delincuentes y proclamas negacionistas poco solapadas sobre el terrorismo de Estado y la pandemia.
Allí radica una diferencia. En la mayoría de los países de Europa y en Estados Unidos, los medios del mainstream, incluidos muchas veces los conservadores, levantaron alertas contra la irrupción de la rebeldía de ultraderecha, en sus diferentes versiones. En Brasil, Folha de S. Paulo y el Grupo Globo pasaron de la desconfianza a la oposición a Jair Bolsonaro. En Argentina, Milei es descripto por los medios dominantes como un rebelde pintoresco que expresa el sentido común ante los abusos de los políticos tradicionales.
Tal escenario debería llevar a Alberto Fernández a emprender políticas que garanticen la libertad de expresión y la diversidad, y que administren con mirada en el derecho a la información la modificación del ecosistema de la comunicación que llevan a cabo sin pedir permiso las oligopólicas plataformas digitales.
En la democracia argentina no hay espacio para la censura directa de contenidos, de modo que ese riesgo en nombre de medidas intervencionistas parece aventado. A su vez, la experiencia de Néstor y Cristina Kirchner demostró el vuelo corto del manejo partidista de los medios estatales y la conformación de multimedios oficialistas con fondos o favores públicos con el fin de rivalizar con los opositores, aunque esa parece ser la vertiente a baja escala por la que optó el actual presidente.
La agitación del debate sobre la pandemia (las restricciones de circulación hicieron proliferar denuncias sobre características dictatoriales, nazis y estalinistas del Frente de Todos) dejó expuesto el riesgo de un campo mediático tan desnivelado, pero el gobierno ni siquiera atina a un sistema de comunicación oficial que aclare las reales posturas del presidente y sus funcionarios ante tergiversaciones de la agenda. Por el contrario, hasta las primarias, prevaleció un abordaje frívolo y arbitrario de la comunicación pública, que proveía de respuestas extemporáneas y mal enunciadas ante chispazos con la prensa.
Para los argentinos, la implementación de políticas eficientes de comunicación se presenta como una necesidad para mejorar la democracia. Para los Fernández, es una cuestión de supervivencia.
Fuente: NUSO