Por Gustavo Duch
Cuando me dicen gentes inamovibles que el lenguaje inclusivo o no sexista es una necedad, si estoy animoso, les cuento la historia que escuché no recuerdo a quién ni dónde porque me parece muy esclarecedora. Un profesor había puesto un examen de gramática a su alumnado y les dijo: “Los alumnos que vayáis acabando podéis entregar la prueba y salir al recreo”. Observando que Lucía no se levantaba, aunque claramente ya lo había terminado, le preguntó por qué no lo entregaba y salía a jugar. “Es que usted dijo los alumnos” –contestó Lucía–. “Claro, y ya sabes, –le replicó el profesor– que en la categoría de alumnos se incluyen tanto los chicos como las chicas”.
En la clase siguiente, después del recreo, el profesor de gimnasia dijo: “Levantad la mano los chicos que queráis formar parte del equipo de fútbol”. Y Lucía, que le apetecía mucho practicar ese deporte, levantó la mano. Pero el profesor, enfadado, le respondió: “¿Qué, no he sido claro? El equipo de fútbol es solo para chicos”. Con la ridícula excusa de la ‘economía del lenguaje’, Lucía, reñida y avergonzada por dos veces, está obligada a tener que hacer siempre y continuamente un esfuerzo extra para, según el contexto, adivinar si se habla de ella o no. Si se la incluye o no.
Y es que la sociedad también está hecha de palabras, cuentos y narraciones como muchas personas descubren ahora con el abuso del lenguaje belicista en la descripción de los retos frente a la pandemia del coronavirus. Por suerte se ha escrito mucho al respecto.
Un lenguaje capitalista-bélico que en las sociedades patriarcales se encuentra por todas partes y –palabra de veterinario– también en la agricultura y ganadería. Nombrar coloquialmente a las plantas adventicias como ‘malas hierbas’ parece inocuo pero ya nos da permiso para despreciarlas y maltratarlas, aun cuando son fundamentales. Pero ha sido en el tránsito a la agricultura y ganadería intensiva que el lenguaje se ha recrudecido. Las granjas o fincas agrarias en las facultades de la agroindustria pasaron a llamarse ‘explotaciones’, retratando muy bien lo que se pretende que ocurra allí, agotar la tierra y los animales hasta su destrucción total. Lo mismo que una de las primeras tecnologías de los laboratorios de semillas transgénicas, bautizada como ‘terminator’, que visibiliza muy bien su superpoder: no puede reproducirse. Competitividad, individualismo y narcisismo que, narración a narración, nos penetran por todos los poros del cuerpo.
Tampoco debe de extrañarnos, la historia del desarrollo de la agroquímica industrial actual está absolutamente relacionada con las industrias de la guerra. El uso de nitrógeno de síntesis en el abonado de los campos llegó después de la primera guerra mundial para dar salida a las fábricas alemanas de explosivos a gran escala. Los herbicidas son hijos de los deseos militares de destruir los bosques y las cosechas de los enemigos, como el famoso agente naranja de Monsanto usado por los EE.UU. en Vietnam. Hasta el primero de los laureados insecticidas, el DDT, expandió su uso después de proteger a las tropas americanas de la malaria en el Pacífico.
Tenemos que detener la guerra que la agricultura internacional tiene establecida con la Naturaleza. “En las guerras no gana nadie, todos pierden”, decía Miguel Delibes, como estamos viviendo dada la relación entre la pandemia y los monocultivos. Una bandera blanca y un nuevo diccionario agrícola son necesarios para dejar paso “a una agricultura basada en la diversidad y la descentralización” que, como explica Vandana Shiva, “es una agricultura favorable a la naturaleza. Los monocultivos y los monopolios simbolizan una masculinización de la agricultura”.
‘Agri’ es tierra, ‘cultura’ significa ‘cultivar’ y ‘cultivar’ deriva de la palabra ‘cuidar’: volvamos a cuidar la tierra. Así de sencillo.
Fuente: ctxt.es