Por Andrés Cárdenas Matute
La famosa llama olímpica tiene su origen en el mito de Prometeo, quien consiguió por primera vez el fuego los humanos después de robárselo a los dioses. A Zeus, sin embargo, no le gustó aquella maniobra, así que decidió enviar un águila para que devorase todos los días el hígado del héroe, aprovechando que este órgano le volvía a crecer cada noche. Prometeo, el titán que se atrevió a subir hasta el Olimpo, sufriría para siempre… pero el fuego ya era nuestro.
El filósofo coreano Byung-Chul Han utiliza precisamente la imagen de aquel castigo divino para ilustrar lo que, desde hace algunos años, llama la “sociedad del cansancio”, solamente que nosotros seríamos, a la vez, Prometeo y el águila, seríamos el torturado y nuestro propio verdugo. Y se trata de una lectura oportuna al finalizar unos juegos olímpicos, los del 2021, en los que la tenista Naomi Osaka –precisamente quien encendió la llama olímpica– y la atleta Simone Biles han hablado abiertamente de su salud mental.
La tesis de Byung-Chul Han parte de la premisa de que cada época tiene sus enfermedades propias, y la nuestra –si obviamos la actual pandemia– sería la enfermedad mental, especialmente manifestada en trastornos depresivos, de atención, hiperactividad, borderline o burnout.
Podrían reunirse datos empíricos para corroborar esa afirmación, pero el método del filósofo coreano nunca acude ni a la medicina ni a la estadística social, lo cual no hubiera estado demás. Si tradicionalmente –continúa Han– la cura a las enfermedades se ha caracterizado por repeler un elemento ajeno, en una lucha que se enfrentaba a una “negatividad” exterior, el mal de nuestra época sería un “exceso de positividad” dentro de nosotros, generando una situación en la que la inmunidad, obviamente, no es posible. Es decir: estaríamos conviviendo con unas células cancerígenas que enferman lo que imaginábamos que sería nuestra finalmente conquistada libertad moderna.
¿Cuál es, según Han, ese cáncer que nos lleva en masa hacia el agotamiento?
Hasta hace poco, en el mundo del progreso del pensamiento, todo parecía ir bien… Freud, supuestamente, ya deshizo el maleficio de los mecanismos represivos con los que eran sometidos nuestros deseos. Foucault, supuestamente, ya deshizo el maleficio con el cual el poder ha querido disciplinar y castigar arbitrariamente nuestra conducta. Ahora, aparentemente liberados tanto de la represión como de la arbitrariedad, ¿no seríamos ya, finalmente, libres?
Lo que ha sucedido, según Byung-Chul Han, no es lo esperado: “La supresión de un dominio externo no conduce hacia la libertad; más bien hace que libertad y coacción coincidan”. Ahora, al parecer, con el fuego en las manos y sin nadie que nos pueda susurrar qué hacer con él, seríamos nosotros quienes nos esclavizamos a nosotros mismos.
Ese imperativo por estar permanentemente en camino hacia nuestro yo-ideal terminaría por agotar nuestros recursos en todos los planos, desde el laboral hasta el sexual, forjando una “sociedad del rendimiento” que, poco a poco, deriva hacia una “sociedad del dopaje”. Por eso no es rara la omnipresencia de productos farmacéuticos en todos los ámbitos.
Lo que hace Byung-Chul Han es sencillamente tratar de describir lo que ve, ciertamente sirviéndose –a veces de manera un poco injusta– de otros pensadores del presente y del pasado. Va desgranando observaciones que, aunque puedan a veces parecer afirmaciones poco desarrolladas, no por eso son necesariamente falsas. Por ejemplo, detecta cómo esta ansia nos lleva a admirar el multitasking cuando, en realidad, aquella manera de funcionar sería una regresión hacia la vida de supervivencia en la selva, en donde fijar la atención en una cosa puede ser causa de muerte.
Detecta cómo esta ansia nos lleva, a pesar de las advertencias de Nietzsche, a no experimentar que “la vida contemplativa es más activa que cualquier hiperactividad, pues esta última representa precisamente un síntoma del agotamiento espiritual”; o detecta cómo esta ansia nos lleva, a pesar de las advertencias de Handke, a una fatiga de los sentidos que ni siquiera en el descanso consigue encontrarse con los otros o con el mundo.
Al final, en el breve apéndice en el que se permite proponer algo, como una especie de utópica quimioterapia, Byung-Chul Han plantea un cambio en la manera de ver el tiempo, sobre todo aquel que dedicamos al trabajo. Sirviéndose de Gadamer y de Platón, retorna a las antiguas ideas de ver la vida como una colaboración festiva con los dioses. Ahora, cuando “la nave industrial se mezcla con la sala de estar”, cuando el tiempo del trabajo parece ser “un tiempo vacío que meramente se trata de rellenar y que se mueve entre el aburrimiento y la laboriosidad”, el filósofo coreano aspira, sin mostrarnos un camino demasiado claro, a transformarlo en un “tiempo sublime”.
Algo de esto trata en otros estudios que ha dedicado específicamente al tema del tiempo, de los rituales, del dolor o del eros.
Cuando preguntaron a Simone Biles, poco antes de su retiro en las olimpiadas, que cuál era el mejor momento de su premiadísima carrera, respondió que el mejor momento es su tiempo libre. ¿Cómo hacer para que todo nuestro tiempo –todo lo que hacemos, también el trabajo y el dolor– sea un tiempo libre? O, en palabras de Byung-Chul Han, ¿cómo hacer para que esa libertad con metástasis que nos lleva al agotamiento se transforme en una libertad distinta, para la que cualquier tiempo pueda ser festivo?
Biles, al parecer, ha sabido apartarse por ahora de esa “positividad” que la empujaba hacia el derrumbe. Ojalá ese paso a un costado no le haga caer en los focos de otra “positividad”, la de sentirse obligada a construirse a sí misma para satisfacer las expectativas de los millones de personas que no saben –¿no sabemos?– qué hacer con la libertad, ese fuego robado a los dioses que tenemos entre manos.
Fuente: La República