Por Laura Caorsi

En un lineal del supermercado, entre las cajas de cereales y galletas, hay juguetes que se ofrecen a los niños y que están a la altura de sus ojos. En otro, a la altura de los tuyos, hay snacks de maíz, arroz o patata con aroma a albahaca, a jamón o a mantequilla. Habías ido a comprar comida, pero de pronto estás eligiendo fragancias. El súper como perfumería. El súper como juguetería. El súper como paseo y como espacio de novedad. El súper como acto festivo y lugar de ocio familiar. Como ciudad de tentaciones en la que es muy fácil distraerse.

Manejarse en el supermercado se parece mucho a conducir por la ciudad: el ritmo del tráfico y la cantidad de estímulos que compiten por nuestra atención nos obligan a procesar mucha información en poco tiempo, a tomar decisiones con rapidez y a interpretar –con mayor o menor acierto– la infinidad de señales que aparecen en el camino. La diferencia es que para conducir un coche recibimos educación vial, mientras que a hacer la compra vamos confiados y expuestos.

Elegir alimentos en las grandes superficies se ha transformado en un acto complejo, muy diferente a la experiencia que nos ofrece una tienda tradicional. Esa complejidad puede apreciarse, por ejemplo, en las múltiples versiones que hay para un mismo producto, pero sobre todo se puede ver en las nuevas herramientas e instrumentos que utilizamos para comprenderlas compararlas entre sí, desde etiquetas nutricionales con advertencias o colores hasta aplicaciones para decodificarlas con el móvil. El calibre de las soluciones es un indicador del tamaño de los problemas, y un buen ejemplo de esto lo encontramos en la industria automotriz.

Del Ford T a las etiquetas de los procesados

El primer semáforo del mundo se instaló en Londres en 1868, pero su uso se popularizó en Estados Unidos en la década de 1910. La expansión de los semáforos coincidió con el auge del Ford T, el primer coche asequible de la historia para las clases trabajadoras. Ese coche, del que se vendieron más de 15 millones de unidades, fue un hito del diseño industrial y lo cambió todo para siempre: desde el concepto de producción en cadena hasta el aspecto de las ciudades y el movimiento de la población. La fabricación de vehículos barata y veloz modificó también el ritmo de vida en las calles, el tráfico, la frecuencia de los accidentes y la movilidad. Generó un problema que antes no existía y, con él, su consecuencia inmediata: la necesidad de poner orden en el caos.

Con los ‘semáforos’ nutricionales ocurrió algo parecido. Antes de 1989, no había. Y no había porque no eran necesarios. Sin embargo, la oferta masiva de productos procesados baratos, sabrosos, poco saludables y en formatos cada vez más grandes alteró por completo el panorama. Aumentó la variedad (y, con ella, nuestras dudas) e incrementó las tasas de obesidad, cuya prevalencia se ha triplicado desde 1975. Así, aunque los primeros modelos de etiquetado nutricional frontal se adoptaron antes del año 2000, su expansión se disparó en el siglo XXI, coincidiendo con el auge de la industria alimentaria.

Los semáforos –nutricionales o callejeros– son instrumentos pensados para ordenar un entorno dinámico y complejo. Pueden funcionar mejor o peor, estar más o menos visibles. Pueden tener defectos de fábrica o sustituirse por otros más modernos. Pero, más allá de sus mecanismos, de su funcionamiento concreto, es su presencia la que evidencia la complejidad. No hay semáforos nutricionales en las fruterías, del mismo modo que no hay semáforos de tráfico en los pequeños pueblos.

Del GPS al traductor nutricional

Manejarse en el supermercado se parece mucho a conducir por la ciudad, sobre todo cuando la ciudad es desconocida y necesitamos orientarnos. La cartografía y los sistemas de navegación siempre han sido útiles para movernos en lugares que no controlamos o en vías con mucho tráfico donde todo pasa muy deprisa y no sabemos cuál es la decisión óptima para llegar a destino. En los viajes, esa labor la cumplen los mapas impresos, los dispositivos de GPS o nuestros teléfonos inteligentes.

En el supermercado también usamos mapas y guías. Las listas de la compra que hacemos en casa desempeñan esta función: nos sirven para trazarnos una ruta, seguir un orden concreto, no olvidarnos de nada y evitar algunos desvíos. Pero ahora tenemos más herramientas a nuestra disposición, como las apps nutricionales que escanean el etiquetado de los productos y nos muestran si son saludables o no.

Con más de diez millones de usuarios en apenas cuatro años de existencia, Yuka es la aplicación que lidera el mercado de la traducción nutricional. Le siguen otras, como My Real Food u Open Food Facts, con un millón de usuarios cada una; El Coco, con cien mil; e Infood, con unos diez mil usuarios. Las aplicaciones nutricionales son herramientas de navegación y, más allá de su eficacia o de su grado de fiabilidad, su existencia y su éxito nos están contando lo vertiginoso y complejo que se ha vuelto elegir alimentos en ciertos espacios. Si las usamos es porque desconocemos el camino, porque tememos perdernos o porque nos sentimos perdidos.

El asunto abre un debate. Por un lado, podríamos sostener que estas apps ayudan a las personas a tomar mejores decisiones y que, por tanto, son una herramienta de poder al alcance de los usuarios. Por otro, podríamos afirmar lo contrario: que nos vuelven más dependientes y vulnerables, ya que delegamos la decisión y el manejo de la información en un sistema externo; un sistema que puede ser útil, pero que no fomenta nuestro aprendizaje.

¿Necesitamos hacer un curso para comprar alimentos cotidianos? El contexto y los especialistas sugieren que sí, que la educación nutricional es clave para tomar mejores decisiones, ya que la decisión última de compra es nuestra. Ahora bien, tampoco es justo depositar toda la responsabilidad en el consumidor; no vale culpar a las personas de su mala alimentación (y sus nefastas consecuencias) por no saber manejarse con soltura en un entorno obesogénico ni estar preparadas para distinguir entre publicidad e información.

Elegir alimentos en un contexto complejo, donde los envases muestran y esconden datos a conveniencia, es un acto de alto consumo energético: requiere tiempo, organización, reflexión… unos recursos que, muchas veces, nos faltan. La vorágine que nos arrastra muestra que toda acción tiene unos costes y que, cuando los costes son elevados, tendemos a delegar los esfuerzos. El sistema nos lo pone en bandeja.

Con todo, no hay que perder de vista que, una vez hecho el trabajo de comprensión y aprendizaje, la fricción y la incertidumbre se reducen, igual que cuando aprendes el camino de regreso a casa o dónde están los cruces peligrosos. En ese sentido, la educación nutricional es como la educación vial: ayuda a cometer menos imprudencias, a ganar seguridad y a reconocer y denunciar las temeridades ajenas, como las que cometen algunas empresas. Cuando el entorno es agresivo, aprender a defenderse es vital.

Fuente: CTXT

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