Por Lucía Muñoz Sueiro

Cada ciudadano estadounidense hace un consumo medio a lo largo de su vida de la escalofriante cantidad de 1.447 toneladas de metales, minerales y combustibles fósiles. Si seguimos avanzando por lo que viene considerándose el “buen camino” de transición a las renovables, el porcentaje relativo al consumo de combustibles fósiles irá disminuyendo mientras que el de minerales aumentará. La primera parte de esta frase es esperanzadora, y quizá por ello nos agarramos con fuerza a la idea de que una transición a las renovables será la solución a nuestros problemas. Pero, ¿qué riesgos conlleva realmente esta si la entendemos como un mero cambio tecnológico en vez de como un cambio de paradigma?

Un primer peligro es que la construcción de las infraestructuras para la transición a las renovables venga acompañada de destrucción de ecosistemas y pérdida de biodiversidad, así como de cercamientos o acaparamientos de tierras comunales, y expulsión del territorio o deterioro de la salud de las comunidades donde se instalen. Precisamente para alzar la voz sobre estos riesgos, el pasado 3 de febrero más de 80 entidades y plataformas, junto con el apoyo de 250 científicos, se unieron en España en la Alianza Energía y Territorio (ALIENTE) en contra de los proyectos de instalaciones de gran escala y megainfraestructuras de energía renovables. Esta plataforma propone ocho medidas para una transición energética justa, entre ellas la aprobación de un plan de áreas en las que no puedan construirse este tipo de instalaciones –sí pequeñas instalaciones renovables– y la ampliación en nuestro país de la Red Natura 2000, la red europea de áreas de conservación de la biodiversidad.

La búsqueda de concentraciones de depósitos minerales está a punto de destruir ecosistemas que aún ni siquiera hemos explorado

El segundo riesgo al que nos enfrentamos –y en el que nos centraremos– es que la búsqueda de los minerales necesarios para la construcción de las tecnologías de energía renovable siga perpetuando las lógicas del extractivismo. Como es bien sabido, la energía solar, eólica y mareomotriz –así como muchos de los dispositivos que utilizamos a diario como teléfonos móviles, ordenadores y coches híbridos– requieren de grandes cantidades de materias primas no renovables, como aluminio, cromo, zinc, cobre, manganeso, níquel y plomo. Además del impacto en las comunidades y ecosistemas terrestres que tenemos a la vista, la búsqueda de concentraciones de depósitos minerales está a punto de destruir ecosistemas que aún ni siquiera hemos explorado.

Probablemente, la mayoría de nosotros solo nos hayamos relacionado con los ecosistemas oceánicos a través de alguno de esos documentales fascinantes sobre vida submarina que televisan en La 2 después de comer. Pero poco sabemos sobre cómo y por qué el fondo de los océanos se ha convertido en objeto de creciente interés por parte de las grandes empresas mineras y los mercados mundiales. ¿La razón? El descubrimiento en las exploraciones oceánicas del tesoro más preciado para seguir alimentando el sistema de crecimiento perpetuo: concentraciones de depósitos minerales que son significativamente mayores que las de los recursos terrestres accesibles restantes. En concreto, sabemos que existen importantes reservas minerales de cobalto, cobre, oro, hierro, manganeso, litio, níquel, tierras raras, plata y zinc en la superficie y en el subsuelo de los fondos marinos.

En realidad, el interés por los fondos marinos se remonta a los años 60, pero no ha sido hasta ahora cuando las barreras tecnológicas y la incertidumbre política y regulatoria en las zonas más allá de la jurisdicción nacional han comenzado a diluirse. Según el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, el concepto de “bienes comunes globales” se refiere a “dominios o áreas de recursos que están fuera del alcance político de cualquier Estado nacional”. Estos bienes, protegidos bajo el principio de “patrimonio común de la humanidad”, incluyen la alta mar y el fondo oceánico, la Antártida, la atmósfera y el espacio exterior. Aunque hay que matizar: solo ciertas partes del fondo marino son aún parte de ese patrimonio común, aquéllas que aún no han sido repartidas. Según el derecho internacional, los países pueden reclamar la ampliación de sus zonas económicas exclusivas y, por supuesto, lo hacen. Actualmente, un 57% del fondo marino ya está repartido y ese porcentaje no deja de aumentar.

Los trabajos de exploración de fondos marinos del 43% restante tienen que ser aprobados por el agente regulador de la minería marina, la Autoridad Internacional de los Fondos Marinos –ISA en sus siglas en inglés–, un organismo muy poco transparente que toma las decisiones a puerta cerrada y no revela lo que las empresas encuentran en las exploraciones.

La coordinadora del área de Minería de Ecologistas en Acción, Elena Solís, explica que “la actual visión y liderazgo de la ISA considera que ese patrimonio común de la humanidad debe ser puesto a disposición de empresas mineras, de forma similar a como el subsuelo en tierra se entrega a empresas privadas que acaban por generar enormes daños y pasivos ambientales, cuyo coste real debe asumir después toda la sociedad”.

Hasta la fecha, la ISA ha concedido 30 contratos de exploración en el mundo, entre ellos a Estados Unidos, Reino Unido, Rusia, India, China, Francia, Alemania y Japón. Muchos de estos contratos están a punto de expirar y se espera que la ISA los convierta en contratos de explotación. Este próximo verano tendrán lugar una serie de reuniones, en las que pretende adoptarse el “código minero” que permitiría la extracción de los minerales del fondo marino. Todo apunta a que la explotación de las profundidades podría estar a punto de comenzar.

Impacto de la minería submarina

El Secretario General de la ISA declaró en 2018 que “ahora estamos en la etapa en la que podemos ver que los minerales de los fondos marinos pueden proporcionar un suministro estable y seguro de minerales críticos […] teniendo el potencial para proporcionar un suministro de bajo coste y respetuoso con el medio ambiente de los minerales necesarios para impulsar la economía inteligente, también podrían contribuir a la economía azul de varios Estados en desarrollo”.

La organización responsable de otorgar los permisos de explotación ve –o quiere ver– la panacea en la minería submarina. Los argumentos más utilizados a favor son que este tipo de minería no afecta a comunidades humanas y que el daño a los ecosistemas marinos no es tan grave como en las actividades terrestres.

La minería submarina podría tener un inmenso impacto en la diversidad, la cadena trófica, y en nuestra alimentación, aunque el impacto total es imposible de calcular

Sin embargo, sabemos que la minería submarina podría tener un inmenso impacto en la diversidad marina, la cadena trófica, y en nuestra alimentación, aunque el impacto total que pueda tener es imposible de calcular por el escaso conocimiento que tenemos de los ecosistemas marinos. Por eso, la Fundación Heinrich Boll ha advertido de que “la minería submarina puede destruir ecosistemas enteros antes de que nos demos cuenta de que existen”. En la misma línea, Kristina Gjerde, asesora principal de alta mar de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), ha declarado que “existe un gran riesgo de que no sepamos lo que hemos perdido hasta que realmente haya desaparecido”.

El informe “Ojos que no ven…” de Ecologistas en Acción, publicado el año pasado, sostiene que la minería submarina podría producir nubes submarinas de sedimentos de metales pesados capaces de viajar miles de kilómetros y perturbaciones del fondo oceánico con impactos globales, alterando la capacidad de fijación de carbono por parte del fitoplancton. También podría tener efectos irreversibles sobre la biodiversidad marina en un entorno muy poco conocido, pudiendo afectar a toda la cadena alimentaria y amenazando la productividad pesquera, así como impedir nuevos descubrimientos médicos asociados a formas de vida en las profundidades del océano –como por ejemplo la enzima aislada de un microbio que se utilizó para desarrollar el test de la covid-19 y que se encontró en respiraderos hidrotermales como los que ahora se ven amenazados por la minería submarina–.

Numerosas voces, incluidas las de la UE, han pedido una moratoria de diez años hasta que los riesgos de la minería submarina se hayan, al menos, evaluado

En España, las miradas están puestas en ciertos montes submarinos de Canarias, Galicia, Cantábrico, el golfo de Cádiz y el mar de Alborán. El diputado de Unidas Podemos y presidente de la comisión de transición ecológica del Congreso, Juan López de Uralde, ha realizado recientemente dos preguntas parlamentarias por escrito acerca de las investigaciones de minería submarina alrededor de las Islas Canarias y sobre la ley preconstitucional de 1973 que está dando amparo jurídico a la investigación de minería submarina en nuestro país. Las preguntas puedan leerse aquí y aquí, así como la respuesta por parte del Gobierno, que no parece mostrar un avance significativo frente a la postura de gobiernos anteriores.

Numerosas voces, incluidas las de la Unión Europea y la coalición internacional Deep Sea Coalition –alianza de más de 80 organizaciones–, han pedido una moratoria de diez años hasta que los riesgos de la minería submarina se hayan, al menos, evaluado. En los próximos meses se discutirá en el Consejo y el Parlamento Europeo la adopción de una posición unitaria a favor de la moratoria, aunque es de esperar que tanto el lobby industrial minero como los países de la Unión que tienen contratos de exploración con la ISA se opongan. Pero aún hay esperanza. Elena Solís nos pone el ejemplo de un caso en el que la protección medioambiental se puso por delante de los intereses económicos: “En 1998, un protocolo adicional al Tratado de la Antártida prohibió la minería en todo el continente, por las implicaciones que esto tendría sobre un hábitat tan vulnerable. El fondo marino es un caso idéntico, y si cabe más grave dados los impactos previsibles, de manera que lo lógico sería actuar del mismo modo”. Además de la moratoria, defiende Solís, es necesario acabar con las subvenciones gubernamentales a las industrias extractivas y apoyar tanto la investigación de la riqueza de los ecosistemas marinos como el reciclaje y reutilización de los metales y minerales.

Solución: decrecer

Destruir el fondo oceánico para alimentar las energías renovables con las cuales se pretende frenar el cambio climático es un sinsentido. Si no cambiamos las bases sobre las que se sustenta el sistema, corremos el peligro de que esta transición acabe siendo un parche de corta duración y escaso alivio para el planeta. Esto no quiere decir que la transición a las renovables no sea importante y que no haya que luchar por acelerarla, sino que no puede convertirse simplemente en una patada para delante. Debe venir acompañada de un cambio mucho más profundo, una transformación sistémica. Para ello, nuestra definición de progreso y bienestar también debe transformarse.

En la narrativa hegemónica, el progreso y el crecimiento económico ilimitado van siempre de la mano. El problema es que una vez cubiertas las necesidades básicas, el deseo de adquirir bienes y servicios posicionales, es decir, de estatus, que en muchas ocasiones son entendidos como “necesidades” –cuando en realidad no lo son–, se vuelve ilimitado. Sin embargo, vemos que desde los años 70, aunque las economías desarrolladas no han dejado de crecer, sus índices de bienestar se han estancado y, en muchos casos, la desigualdad se ha disparado. Algunos estudios han demostrado que a partir de un determinado nivel de renta per cápita, no es el crecimiento sino la igualdad lo que hace aumentar el bienestar de una sociedad.

 Si no cambiamos las bases sobre las que se sustenta el sistema, corremos el peligro de que esta transición acabe siendo un parche de escaso alivio para el planeta

Puesto que la idea de que el desarrollo y la prosperidad se logran a través del crecimiento material está profundamente arraigada en nuestro imaginario colectivo, necesitamos mensajes públicos que nos ayuden a deconstruir esta asociación. Necesitamos crear, por el contrario, un futuro en el que las necesidades humanas se satisfagan con una fracción de la energía que utilizan actualmente las naciones industriales y en el que el progreso, la felicidad, el bienestar, o la idea de “buena vida” se desvinculen del crecimiento económico. Esto no significa políticas de austeridad. Como dice el antropólogo económico Jackson Hickel, “el decrecimiento es lo contrario de la austeridad. Mientras que la austeridad exige escasez para generar crecimiento, el decrecimiento exige abundancia para hacer innecesario el crecimiento”. Lo que las propuestas decrecentistas proponen es una transición planificada y equitativa hacia una economía que produzca y consuma significativamente menos. Un sistema en el que el consumo de energía y ciertos ámbitos como el financiero/especulativo, el armamentístico o el publicitario de bienes de consumo innecesarios se contraigan, mientras que otros sectores como la educación, la sanidad o los cuidados prosperen.

A aquellos que opinan que esto es una utopía, podríamos contestarles que la utopía es, en realidad, pensar que podemos seguir consumiendo el mismo nivel de energía y recursos que hasta ahora. No es realista pensar que una transición a las renovables como la que se está planteando en la actualidad nos permitirá despreocuparnos. ¿Para qué asumir tantos riesgos, si antes o después tendremos que decrecer?

El capitalismo pretende, literalmente, tocar fondo. Permitamos que lo haga solo de forma figurada.

Fuente: CTXT

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