Por Juan Manuel Diez Tetamanti.

Hoy llegué tarde a la escuela de mi hijo, como casi siempre. Pero esta vez un poco más, así que entrará tarde… Detrás de la puerta principal de la escuela hay un pequeño zaguán, de esos que en la Patagonia abundan para reparar del frío y el viento. Así que ahí, en el zaguán viejo y repleto de trofeos y placas antiguas, en ese despacho de amortiguación, es que nos hacen esperar a los que demoramos y no arribamos a la hora exacta; la marcada para el ingreso formal y el respeto a los límites institucionales. Las entradas a las escuelas son siempre una especie de rizoma de límites. Un enjambre de imposiciones, saludos miradas, ajustes. Todo un concierto de obediencias que algunos nunca vivenciamos felizmente. Esos infelices de la venia estamos ahí, en el zaguán todos amontonados. Somos unos pocos, nos regodeamos de estar con la punta del dedo gordo del pie pisando los cuarenta años y al menos no asentir en el horario. Una micro-frustrada resistencia que se acomoda en lo poco que va quedando en las transgresiones. Mi hijo juega con los hijos de otros desobedientes y me mira con cara de complicidad. A él también le gusta un poco llegar tarde. Al menos eso creo yo y me conformo.

¿Que le voy a dejar mi hijo? Me pregunto… ¿Será que este gesto es todo?. ¿Que el signo del retraso alcanza para articular más adelante en la vida, una especie de disconformidad con todas las vigas que sostienen esta sociedad?

Unos chicos de unos siete años salen por el zaguán acompañados por su maestra. Van felices, tienen el guardapolvo planchado. Yo los veo más acomodados que mi hijo, porque ellos llegaron temprano. Seguramente sus padres previeron despertar antes, hacer el amor más temprano o no hacerlo y dormir ocho horas como “Dios manda”, luego… desayunar sin apuro. Mi hijo mira la bandera como sube por el mástil. A él no le tocó izarla porque a los que llegan tarde les resta el zaguán y no el mástil.  Mi hijo ya sabe eso, por eso su mirada está clavada en los chicos, la maestra y la bandera, una y otra vez, y luego en mí, para decirme en complicidad lo que yo quiero escuchar. -Pá, me gusta el zaguán, jugar un rato más, antes de obedecer-. Creo que eso fue lo que me dijo, me cuesta recordar algunas cosas y por eso me las tengo que inventar.

Se abre la puerta que separa el zaguán de la escuela y todos nos vamos. Mi hijo entra a ese mar con olor a aserrín y  kerosene que se llama escuela. Lo veo entrar de espalda, va saltando, con una compañera. Lo saludo pero ya no se da vuelta. Se va  jugando a lo lejos, no saludó a la bandera. ¿Será que había que saludarla? Yo me voy para afuera y miro la bandera con algo de solemnidad (me enseñaron a que así había que mirarla)… Está arriba, como el dólar -comentamos con un padre-. Me voy para mi trabajo, la universidad. Ahí me esperan más oficinas, límites y la bandera, que está allá arriba en un mástil casi inalcanzable.

Siempre prefiero entrar por la puerta de atrás. Es más cómodo porque hay menos gente y te cruzás con menos posibilidades de reuniones que no conducen a ninguna parte. Pero hace unos días, recuerdo, están los estudiantes acampando en el acceso principal. Hay un ajuste jamás vivido en las Universidad de mi país, ese país que se saluda cuando mi hijo mira la bandera. Por eso los estudiantes están vigilando, están atentos, cuidando eso poco que nos queda…

En la entrada de la universidad hay un lugar que llaman “hall”, una palabra en otro idioma, pero que en definitiva es como un otro zaguán, recuerdo. Pero es un zaguán grande, porque, como dijo mi hijo hace poco: la universidad es una escuela  grande.

Entro por la puerta principal, prefiero pasar por el zaguán, quedarme un rato  compartiendo con los estudiantes  ese momento de desobediencia, porque ellos saben que para cuidarse, hay que desconocer los límites. Son las ocho y diez de la mañana, algunos recién se levantan y acomodan sus bolsas de dormir  y la comida que otros les donan para apoyar la causa de resistencia. Hay música y un aparente desorden que regala alegría. Me acerco a uno de los chicos y le cambio un libro por una manzana. Charlamos sobre el libro y sobre la manzana. Miro las carpas, me acuerdo del zaguán de la escuela. Mi hijo seguramente me está mirando, al menos eso siento yo. Que lindo  quedarnos acá, en el zaguán… no quiero entrar a las oficinas, no quiero saludar la bandera. No es tiempo de obedecer ni de mirar el reloj. Salen más estudiantes de las carpas, hay música, leen, sonríen. Nosotros ya ganamos. No nos han vencido. Voy a escribirlo.

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