Por Felipe de la Hoz
Los trabajadores agrícolas sin papeles de EE.UU. están actualmente en el lugar del gato de Schrödinger. A ojos del gobierno son a la vez ilegítimos, una amenaza indeseable que es necesario contener y extirpar, y una fuerza laboral de vital importancia, cuyo trabajo es uno de los pocos pilares de una sociedad inquietantemente cerca del colapso. Antes o después, cuando haya pasado la situación de crisis del coronavirus, tendremos que abrir la caja y ver cuál de las dos percepciones ha ganado.
A medida que la covid-19 iba arrasando Estados Unidos, también iba devorando muchos de los endebles mitos relacionados con la experiencia nacional conjunta y dejando al descubierto la dura realidad que subyace. La población negra y latina está muriendo en cantidades desproporcionadamente más altas por motivos ligados al racismo sistémico tanto en el sistema de salud como en la economía; la mayoría de los trabajadores del sector servicios no puede permitirse ni la más mínima pérdida de ingresos, y mucho menos un número indeterminado de meses de un mercado de trabajo desintegrado; y todo el sistema de producción de alimentos depende de unos jornaleros sin papeles que están arriesgando su salud para seguir trabajando. No solo no se están quedando en casa, sino que además están trabajando en unas condiciones que conducen de forma activa al contagio, porque cosechan muy cerca unos de otros y su acceso a los equipos de protección personal y las bajas médicas es limitado.
No resulta difícil imaginar a la Casa Blanca defendiendo que eliminar a los “extranjeros ilegales” de los trabajos esenciales es un asunto de seguridad nacional
Pero en uno de esos irónicos giros que da la vida, estos trabajadores están ahora recibiendo cartas de sus empleadores donde se les informa de que el departamento de Seguridad Nacional ha decretado que su trabajo es “crítico”. Ese mismo departamento que engloba a la Oficina de Inmigración y Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) y a la Oficina de Aduanas y Protección de Fronteras (CBP, por sus siglas en inglés), dos agencias cuya tarea es aplicar, de forma cada vez más agresiva e indiscriminada, las leyes migratorias.
Las cartas están diseñadas para que esos trabajadores puedan desplazarse con libertad entre sus casas y el trabajo sin quedar atrapados por las órdenes municipales que obligan a quedarse en casa u otras medidas de respuesta a la pandemia. No brindan, sin embargo, ningún tipo de protección oficial frente a la oficina de Seguridad Nacional, que ha calificado a los trabajadores de esenciales, pero que no ofrece ningún respiro. Eso genera una difícil tensión: una mano se extiende en señal de gratitud y la otra espera preparada para ponerles las esposas.
La pregunta es, cuando esto termine, ¿qué hará el Estado? Ahora que se ha demostrado que miente y que ha tenido que reconocer su absoluta dependencia de la gente que tanta energía y tiempo ha empleado en minimizar, cazar, encarcelar y expulsar, ¿el Estado cederá? ¿O saldrá de nuevo a la carga con más fuerza, decidido a nunca más verse obligado a admitirlo?
Una de los elementos característicos de la pandemia es que obliga a que se produzca una cierta consolidación del poder estatal y de la vigilancia. Esto es hasta cierto punto necesario al tratarse de una amenaza que puede propagarse rápidamente a través de regiones diferentes y que requiere una respuesta centralizada y decisiva. Se podría defender, por ejemplo, que se permita al gobierno realizar un seguimiento del contagio recopilando información anónima sobre la ubicación del teléfono.
El problema es que rara vez el poder deja escapar una buena crisis y siempre ha demostrado su escaso interés en fijar límites cuando es necesario. En Hungría, el primer ministro Viktor Orbán, un hombre muy similar a Donald Trump en su nacionalismo antinmigrantes y su odio hacia los medios, y que el mismo Trump denominó en una ocasión su “gemelo”, ha avanzado en su proyecto de años para acabar con la democracia al conseguir que el Parlamento le conceda el poder de gobernar por decreto, limite sus propios poderes legislativos y suspenda las próximas elecciones, bajo el pretexto de hacer frente al coronavirus [El día 16 de junio, el parlamento húngaro votó levantar este estado de emergencia, aunque la misma ley facilita la adopción de medidas similares en el futuro].
El ICE ya emplea datos telefónicos en sus operaciones de arresto y expulsión, y nada evita que puedan ampliar esta práctica
Este es un ejemplo extremo, pero está claro que saldremos de esta situación con un gobierno de vigilancia mucho más estricto, que perdurará incluso después de que disminuya el actual peligro, y con una población conmocionada y agotada que exigirá garantías de que esto no vuelva a suceder o al menos de que será mejor gestionado. No olvidemos la última vez que los estadounidenses se sintieron así de vulnerables en su propio territorio: inmediatamente después del 11-S, cuando el Congreso y el gobierno de Bush aprobaron por la vía rápida la Ley Patriota, una ampliación de la vigilancia de proporciones alucinantes, sin que se produjera casi o ningún análisis o debate público.
Para un déspota incipiente que se enfrenta a unas elecciones inminentes y cuyo estandarte ha sido una profunda repugnancia hacia los inmigrantes, abalanzarse sobre los sin papeles supone seguramente una tentadora oportunidad para sacar músculo ejecutivo y, al mismo tiempo, arrojar carne fresca a sus seguidores. No resulta difícil imaginar a la Casa Blanca –y en concreto a Stephen Miller [asesor ultraderechista de Trump]– defendiendo que la pandemia ha demostrado la locura que supone que algunas de las funciones críticas [de la economía] se apoyen en trabajadores en situación irregular y que eliminar a los “extranjeros ilegales” de la lista de esenciales es incluso un asunto de seguridad nacional.
Algunos de las herramientas centralizadas que han surgido para contrarrestar al patógeno podrían perfectamente reutilizarse para lanzar una ofensiva generalizada contra aquellos que apenas unas semanas atrás eran empleados esenciales. El seguimiento de los teléfonos móviles, en un país que sigue estando mayoritariamente paralizado, conservará un registro de los trabajadores agrícolas yendo a los campos y a las naves y luego regresando a casa. La utilización de datos telefónicos para controlar a los inmigrantes no es ciencia ficción; según han informado varios medios de comunicación, el ICE ya lo emplea en sus operaciones de arresto y expulsión, y nada evita que puedan ampliar esta práctica. La Casa Blanca ya está intentando socavar la protección de la privacidad que afecta a la información relacionada con la salud, y esta podría en última instancia terminar en las manos de las agencias de seguridad. Este aumento de sus competencias podría servirles para abordar uno de los principales obstáculos que tienen a la hora de encontrar inmigrantes sin papeles: la ausencia generalizada del gobierno de datos fidedignos sobre ellos.
Si en tiempos normales los trabajadores sin papeles ocupan en Estados Unidos una subclase, será muchísimo peor cuando les golpee una maltrecha economía que les niegue prácticamente todo acceso a la ayuda y asistencia relacionadas con la pandemia. ¿Cuántos seguirán estando ahí, de una lista ya muy limitada de defensores de los migrantes con poder en el gobierno y en la sociedad, cuando unos 20 millones de estadounidenses sin trabajo inunden de nuevo el mercado laboral al mismo tiempo? Hay muchas posibilidades de que cuando todo pase, los trabajadores que alimentaron al país cuando más lo necesitó queden heridos y solos, y el gobierno se desentienda de su crucial contribución y les persiga.
Lógicamente, esto no tiene por qué ser así. Una validación poscrisis de la contribución que han aportado los sin papeles podría allanar el camino para conseguir un mayor reconocimiento de pertenencia, de ciudadanía en el sentido clásico de la palabra y, quizá también, en el sentido jurídico de la palabra.
Por ejemplo, como parte de esta “guerra” contra el virus, Portugal ha decidido conceder plenos derechos de ciudadanía a todos aquellos cuya solicitud migratoria estuviera pendiente, bajo la lógica de que en última instancia era mejor para la salud pública que todos se enfrentaran al enemigo común en pie de igualdad. Es una medida provisional, pero reconoce el argumento fundamental de que el virus no entiende de las distinciones que nos hemos impuesto a nosotros mismos entre inmigrante, residente y ciudadano.
Un cierto reconocimiento del papel fundamental que desempeñan los trabajadores del campo sin papeles en la seguridad alimentaria de Estados Unidos ya se dio antes del coronavirus. El pasado diciembre, la Cámara aprobó un proyecto de ley especialmente pensado para conceder un estatus y abrir así una vía para que unos 325.000 trabajadores agrícolas sin papeles obtuvieran la ciudadanía. Esa ley consiguió recabar el voto positivo de 25 republicanos, lo que supone una asombrosa muestra de apoyo en un Congreso con grandes problemas hasta para ponerse de acuerdo en la financiación de unas simples funciones gubernamentales.
Un parte de ese apoyo bipartito proviene sin duda del cabildeo de la agroindustria, que hace tiempo comprendió que necesita la mano de obra inmigrante para mantener sus negocios a flote y que obtiene, de esta forma, concesiones significativas, como por ejemplo una ampliación preocupante de los programas de trabajadores invitados con pocas protecciones para los jornaleros agrícolas temporales. Aun así, es revelador que los propietarios de granjas industriales y los colectivos y sindicatos de trabajadores agrícolas, aunque tengan intereses sustancialmente divergentes, caminen de la mano cuando se trata de comprender lo indispensable que es la mano de obra en gran medida indocumentada.
La autoridad que tiene el presidente sobre la inmigración es más directa que sobre cualquier otra esfera de la política nacional de Estados Unidos. Décadas de legislaciones y revisiones judiciales han conferido al gobierno federal unos poderes amplios y discrecionales que Trump ha utilizado para dar rienda suelta a las agencias de seguridad migratoria. Pero también posee autoridad plena para frenar la persecución de cualquier grupo de gente que elija y conceder derechos adicionales a un amplio abanico de personas sin papeles, como el programa DACA hizo con los dreamers [jóvenes que llegaron irregularmente cuando eran niños y a los que la administración Obama protegió de la deportación].
Esta crisis ha obligado al gobierno de Trump a reconocer formalmente la existencia de un amplio y vital grupo de temporeros sin papeles. Eso ya es innegable y esa concesión desembocará en algún tipo de respuesta.
Hay dos caminos posibles: podemos esperar que nos ayuden a salir adelante en una de las catástrofes más graves de la historia reciente de Estados Unidos y luego arrojarlos a los leones (esta desgracia ha demostrado que existen instrumentos más precisos que nunca para poner en el punto de mira a los trabajadores sin papeles, y es poco probable que nuestros líderes se enfrenten a graves consecuencias si lo hacen), o podemos agradecérselo y ponernos a trabajar todos juntos para reconstruir la sociedad.
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Felipe De La Hoz es un reportero de investigación especializado en inmigración. Junto con Gaby Del Valle dirige BORDER/LINES, un boletín semanal que analiza los rápidos cambios en la política migratoria federal de Estados Unidos.
Traducción de Álvaro San José.
Este artículo se publicó originalmente en The Baffler.