Por Eva Giberti
En épocas normales, cuando las maestras concurrían a clase, encontraban un espacio para la breve pausa cotidiana. Conversaban de mil temas: la última notificación del Ministerio, la inspectora poco amable, las historias de vida de algunos alumnos que aparecían con moretones que transparentaban violencia familiar y, últimamente, asomaban comentarios susurrados, poco claros, que dejaban adivinar “algo sexual”. Cada vez con mayor claridad estallaba la frase “abuso sexual padecido por los alumnos”, pero las palabras eran turbias y musitadas sin certeza.
Ese asunto de “lo sexual” relacionado con los chicos arriba a nosotros desde tiempos arcaicos. No solo Nerón hizo historia con el tema; Filón de Alejandría afirmó que, si la pederastia continuaba con sus prácticas, las ciudades se convertirían en desiertos. También hubo quienes calificaron los tratos sexuales con los niños como “crímenes”, violaciones que actualmente se encubren como “abuso sexual”. Jurídicamente, se describen diversas categorías en un nomenclador que disimula el hecho de que siempre produce víctimas que no olvidarán el horror de aquellos días, aunque puedan negarlo.
El ataque sexual es un delito que genera un afecto alienante en quien lo padece; una repercusión en quien lo menciona, que no deja indiferente a quien alude a sus prácticas; compromete a quien lo cita; origina la necesidad de referirse a él; obliga a pensarlo; silencia las palabras que lo describen; enciende el morbo en quien pretende ocuparse de él para afirmar que quiere estudiarlo o prevenirlo. O sea: se trata de un afecto que aliena a quien se tropieza en sus pulsos cuando se lo nombra –con motivos o sin ellos–, dada la vergüenza que arrastra subrepticiamente, tan solo por citarlo.
Cuando hace años comencé a hablar de esas prácticas en Página|12, no provocaba sorpresa ni espanto: era un tema más y llamé la atención del público por esa “indiferencia”. Actualmente, se organizan grupos para “luchar en su contra”, a los que a veces se les suman instituciones. En realidad, sus víctimas, ahora adultas, comenzaron a hablar. Se atrevieron a recordar, sin contar necesariamente «a mí me pasó”, sino en tercera persona: “Lo que les pasa a los chicos”, manteniendo la indignación auténtica que los acompañó como parte de ese sentimiento continuo, doloroso y avergonzado, que siempre estuvo ahí desde que padeció el o los episodios.
El delito llamado “abuso sexual contra niños” deja en sus víctimas una persistencia como un continuo, como un soplo que se atraviesa en la cotidianidad, como sin importancia; en otros casos, desfigura el ejercicio de la vida sexual.
Sin embargo, este delito, que falsifica su violencia encajonado en la benevolencia de un “abuso” para lavar su criminalidad, constituye siempre un ataque sexual, a pesar de la jurisprudencia y de la nomenclatura que los disciplina en diferentes categorías para morigerar las distintas clases, según los matices del ataque y el daño soportado por las víctimas. Los delincuentes actúan combinando inteligencia e instinto hasta crear significaciones particulares en el desarrollo evolutivo del Yo.
Pero no todos esos crímenes se parecen, ni se superponen, ni pueden enunciarse hablando de “abuso sexual”, como la generalidad del lenguaje cotidiano ha elegido designarlos. Se distinguen, diferencian y eligen a sus delincuentes. Un padre, un abuelo y un conocido de la familia constituyen varones especializados en sus maniobras y las víctimas son silenciosas o gimen entrecortadamente.
Algunas, con temor, pueden describir lo padecido, pero la espontaneidad de la palabra infantil aparece limitada por una inexplicable sensación de vergüenza, como si la criatura se encogiese ante una culpabilidad asumida. Infinitos son los matices que clasifican las maniobras del ataque sexual según edades y géneros, y las califican según el “buen decir” de algunos ordenadores jurídicos y didácticos; alguno es preciso tener en cuenta cuando es el cuerpo de una criatura el que se estremece junto con la violencia.
Las niñas padecen los tocamientos; la habilidad del delincuente lo conduce a rastrear una particular sensibilidad de la anatomía infantil. Busca el clítoris pequeño, rozando el minúsculo relieve, para lograr el reflejo sorpresivo y sobresaltante de la niña. Si lo encuentra, jurará que ella consintió en una respuesta placentera: más aún, que la buscó Y la víctima no se atreverá entonces a contar lo que le sucedió en manos de ese padre o de ese abuelo.
Del tema se habla poco, como si no existiese. Se prefiere relatar cuáles son las prácticas abusivas que describen las modalidades señaladas como excesos entre varones, como si fuese complejo mencionar el cuerpo de la niña o como si se ignorara su funcionamiento. Sin embargo, los delincuentes recurren a una habilidosa manipulación, que coincide con el desconocimiento de su propio cuerpo que suele tener la niña.
El reflejo que pudo haberse desencadenado constituye la perversidad combinada de la habilidad y el delito, y merece ser distinguido entre los horrores de lo que se denomina “abuso sexual”, una expresión que parece condensar aquello que hace el adulto, lo que padece el niño o la niña, lo que adulto disfruta y los vacíos que la palabra “abuso” inaugura cuando se trata de anunciar sanciones.
Al pensar en el ataque criminal –un calificativo que excede y tergiversa el texto de la ley–, se iluminan escenas que se tornan persecutorias y desencadenan inexplicables vergüenzas en quien solo tiene que mencionar el tema en la cotidianidad. La frase arrastra un plus de curiosidad acerca de quién elige criaturas para gozar. En el plano judicial se mide al milímetro la diferencia con la violación –que siempre lo es– y se husmean las fantasías de la propia castración. En cada niño atacado, en las incipientes humedades de cada niña manoseada, el delincuente ya aprendió a pensar que “es solo abuso sin penetración”, y entonces goza también por saber que, para la ley, se trata solo de “un abuso”. Algunos chicos y chicas están alertas y gritan si los tocan; no obstante, la estadística familiar prioriza el crimen horroroso de la mano de padres y abuelos. Es una práctica particularmente enloquecedora, porque deja a la víctima sin un adulto en quien confiar. Solo la crueldad de otros adultos puede denominar “abuso” al estallido fractal de un ser vivo, utilizado para gozar.
Fuente: Página 12