Por Javier Nieto
Un comentario en un vídeo de Youtube que explica el despertar asociado a QAnon, teoría conspiranoide que sitúa a Donald Trump como un agente en permanente lucha contra el deepstate que pretende arruinar Estados Unidos. En la lógica absurda de este comentario se esconde una disidencia más o menos delirante, una forma de protesta y ciberactivismo que convive con otros espacios de protesta cuyas aspiraciones pueden ser más legítimas. Adentrarse en la lectura de estas píldoras textuales revela la conformación de un determinado espacio digital de protesta escondido en la sintaxis esquizoide de usuarios que, en el tablón de imágenes de una red social, confiesan y fabulan, relatan e inventan los impulsos de conciencia que nutren esa ciudad cadáver que, en ocasiones, es la sección de comentarios de Youtube poco transitados ¿Puede un comentario performar un acto de protesta por errado que esté en su ideología? Internet hace tiempo que ha demostrado que el objeto de protesta no es tan relevante como la forma de imaginar la protesta.
Un espacio digital de protesta parece concretarse en una interfaz antropófaga: un parásito responsivo cuyo diseño tecnológico es adecuado para nutrirse del cuerpo hueco de usuarios que vuelcan su pensamiento, sus intimidades y sus afectos furibundos con la esperanza de nutrirse. La protesta en Internet, en cualquiera de sus manifestaciones, es un acto de aprendizaje a través de la renuncia a crear sentido. Lev Vygotski introdujo en 1931 el concepto de zona de desarrollo próximo que dibujaba un área gris entre lo que un alumno es capaz de hacer — gracias a su desarrollo esperado — y lo que podría llegar a hacer con ayuda — el desarrollo esperable —. De algún modo, Internet siempre ha sido el espacio de la posibilidad de llegar a ser a partir de lo que ya se es. La interfaz es una concreción de ese espacio de desarrollo próximo cuya lógica antropófaga — es decir, su necesidad de consumir contenido humano — es un poco perversa. Las redes sociales son un área gris suspendida, una zona de desarrollo entrópica. Como zona de desarrollo promete contribuir al aprendizaje de quien la usa y emplea esa promesa tecnológica para encadenar al aprendiente en un desarrollo estático eterno. El área gris de la interfaz es un espacio de posible protesta inserta en la lógica fagocitadora del capitalismo emocional.
El lenguaje empleado en la interfaz — ya sea escrito o audiovisual dada su actual connivencia en una écfrasis permanente— vive en un desarrollo posible, en la potencia de erigirse en esos enunciados performativos descritos por Derrida. Un usuario posteando una imagen o escribiendo un comentario con sus respectivos emojis ejecuta un enunciado performativo que actúa sobre la interfaz, que opera — en el estricto sentido derridiano — en el contexto fagocitante de esta. Si para Derrida el contexto era fundamental, para el enunciado performativo este contexto — el exterior constitutivo — es fácilmente volatilizable porque el acto de enunciar revela la ausencia de significado del contexto. El significado se funda en el signo recontextualizado, en este caso en el enunciado en forma de comentario que conquista su sentido. La ausencia derridiana, la diferencia que requería de una ausencia del emisor se encuentra en la iterabilidad del enunciado porque funciona al margen de su emisor. Este comentario es iterable: ha creado su signo, ha significado, ha descontextualizado al operar en el contexto de la interfaz. Por lo tanto, el espacio digital de protesta es una zona de desarrollo performativa con infinito potencial subversivo. No responde a una lógica o a un sentido y es iterable ya que, con frecuencia, los comentarios e imágenes son iterables, están sumidos en una repetición que no permite distinguir un usuario de otro. Esta idea de espacio digital no es nueva y desde hace años las redes sociales se han convertido en medios de canalizar nuevas prácticas de activismo. Déborah García adelantó el debate — a través de sus análisis de cultura visual en Patreon — reflexionando sobre la idea del photocall en Instagram tomando como punto de partida las imágenes subidas a Instagram durante las protestas surgidas tras la sentencia del Procés. Las nuevas formas de activismo y la mediación entre política e imagen en redes la llevaban a preguntarse sobre la articulación de la protesta colectiva o el activismo 2.0 apuntando que “cada generación emplea las herramientas existentes para situarse, no solo en el mundo, también en la Historia misma”.
El potencial subversivo de inesperados espacios digitales de protesta siempre está ahí. Todo vídeo de Youtube esconde en sus comentarios enunciados performativos que, aludiendo al contexto real, trascienden la interfaz a través de la ironía y resignifican el contenido audiovisual. Pasando a un terreno menos nocivo que las conspiraciones trumpianas, en los últimos meses se ha popularizado el bardcore, una serie de vídeos que consisten en realizar otro mashup entre la supuesta estética musical medieval y canciones pop. El comentario más votado ironiza y establece un paralelismo con la pandemia actual y la pandemia de la peste negra. Inocente como suena, su respuesta acumula más de dieciséis mil likes y su iterabilidad trasciende al emisor del enunciado. En cierta medida, todo posible espacio digital de protesta se configura a partir de la memoria de la interfaz y de la acumulación de percepciones previas. Estos comentarios no son novedad, sí novedosos. La zona gris de la interfaz donde yace el desarrollo posible de la protesta es, ante todo, un espacio donde opera la imaginación que se ha perdido en tantísimas áreas artísticas. Una imaginación que hiere, asusta y hace reír. Una imaginación configurada en términos leibnizianos a partir de las percepciones precedentes — de la experiencia de navegar por la web, acumulando horas de consumo audiovisual, fragmentando el yo en actos de lenguaje que quizá hablen de un nosotros —. La larga costumbre crea la imaginación que activa nuestra memoria de la interfaz: porque toda interfaz es un recuerdo colectivo, una colmena de mentes construyendo una imagen de su relación con el presente. Subversión de una interfaz que intenta situar todas las ideas, todas las discusiones en un diseño user-friendly a través de la perversa equiparación de la interfaz de la red social con ese Dios que para Leibniz albergaba la esencia de las verdades eternas, de sus mónadas. Esta subversión a través de la imaginación alcanza su mayor desarrollo precisamente en los enunciados performativos individuales que se niegan a proporcionar una única imagen del mundo.
Miremos un cuadro bellísimo, y cubrámosle de manera que no veamos sino una pequeñísima parte de él ¿Qué veremos en ella mirándola todo lo despacio y atentamente posible, sino un confuso conjunto de colores puestos sin elección y sin arte? Pero si quitando la cubierta le mirarnos desde un punto de: vista conveniente, veremos que lo que parecía puesto caprichosamente sobre la tela, ha sido ejecutado con el mayor arte por el autor de la obra.
La interfaz divina leibniziana quiere congelar la memoria en una única gran imagen del mundo. La protesta inserta en esta área gris se funda en la imaginación: la fascinación por Internet no radica en su capacidad para ver todo el cuadro, sino en su capacidad de destruir y fragmentar. Lo que parece conducir a un relativismo extremo no es tal, puesto que el conjunto de estos enunciados performativos conforma la posibilidad de desarrollar una nueva forma de interrelación social.
Los enunciados performativos pueden erigirse en imágenes o en una mezcla de lenguaje audiovisual y textual. Sea como fuere, el espacio digital de protesta tiene la capacidad para desarrollar formas de interacción social que, a partir de la ruptura del paradigma narrativo de los grandes relatos sociopolíticos del s. XX, se organicen en micronarraciones que dinamiten la interfaz como el gran panóptico digital del capitalismo de redes. El TikTok de kareemrahma despertó gran polémica debido a que, en una plataforma plagada de memes e interacciones humorísticas, un usuario creó una pieza de marcado carácter reivindicativo invirtiendo la lógica de la interfaz. El propio usuario reconoció que no era activista ya que se unió a la plataforma para hacer vídeos, pero que cuando observó cómo Minneapolis se convirtió en una zona de guerra decidió mostrarlo a la gente. El vídeo fue visto por más de 43 millones de personas, la plataforma se vio envuelta en polémicas que oscilaron entre la censura de vídeos y las acusaciones de apoyo a las acciones violentas de algunos manifestantes. TikTok rápidamente decidió crear un consejo que revisara el contenido en una suerte de censura simpática que buscaba adecuar o, mejor dicho, canibalizar el desarrollo de nuevas formas de subvertir su interfaz para rentabilizarlas. El movimiento #BlackLivesMatter —con toda la complejidad que involucra— es solo una muestra más de los actuales movimientos de construcción de imaginarios de protesta en espacios digitales. Estos imaginarios constituyen un problema para el usuario que postea y el observador que consume dado que, en el fondo, en el acto de compartir imágenes o palabras de protesta están materializando su visión de la historia y haciéndola visible. Los contenidos de la interfaz son productos históricos susceptibles de reflejar un posicionamiento de un yo en el presente. Deleuze y Guattari ya advirtieron de que cada formación histórica implica una distribución de lo visible que puede oscilar en su modo y régimen de visión.
TikTok siempre se ha caracterizado por un contenido eminentemente humorístico proponiendo una circulación de memes y pequeñas piezas audiovisuales en las que el montaje ocupa un papel preponderante, a diferencia de otras plataformas. La distribución de lo visible en TikTok siempre había seguido proponer una experiencia en la que el usuario compartía sus actos de visión y empleaba su cuerpo como parte del montaje en una interfaz que estimulaba la telepresencia, es decir, la presencia virtual del individuo en un entorno digital mediado por unas pautas de interacción. Estas pautas no son inocentes, especialmente viniendo de una empresa china que ha comercializado una versión internacional de lo que en origen era y sigue siendo Douyin, la app destinada para el mercado del país asiático.
La homepage que alberga las recomendaciones para el usuario actúa como un filtro, pero también como una opaca pantalla ya que con frecuencia hay que rastrear el hashtag deseado a través de un motor de búsqueda en lugar de a través de la propia interfaz. La irrupción de manifestaciones de ciberactivismo conduce a que los pequeños vídeos estimulen un fenómeno cercano, pero no deseado por estas plataformas. Se trata de la inmersión entendida como el estado psicológico en el que el individuo se siente parte, se siente incluido e interactúa en un entorno que aporta estímulos y experiencias. Hasta ahora TikTok se limitaba a trasladar al usuario a una corriente acrítica y pasiva de contenidos en la que los usuarios creaban contenido con el que seguir una corriente de contenido. La conformación de un imaginario de protesta conduce a que determinados ciberactivistas sean capaces de desarrollar un contenido inmersivo ante el cual no quepa una actitud pasiva: hay una inmersión y un posicionamiento de la mirada, ya sea a favor o mostrando reticencias. Nada es casual y, a poco que se realice un análisis de la imagen, el primer plano y el uso del punto de vista levemente contrapicado son recursos que conforman un inconsciente audiovisual, un instinto audiovisual — aquí el debate estribaría en hasta qué punto el usuario es consciente de estar realizando una planificación con la cámara— que acrecienta la inmersión.
Nuevas distribuciones de lo visible implican nuevas técnicas del observador y creadores como Ebonixsims llevan tiempo conformando espacios digitales de protesta en Los Sims o analizando a través de Twitch los imaginarios simbólicos de los manifestantes. Los artefactos de visión marcan los paradigmas de visión y desciframiento del orden de lo visible. En la pintura renacentista, el uso de la perspectiva central propuso un modelo de visión en el que el ojo se equiparaba a un punto de vista divino capaz de aprehenderlo todo. Posteriormente, la cámara oscura marcó la relación con lo visible durante décadas proponiendo un modelo de visión subjetiva basado en la interioridad y el aislamiento del mundo exterior: un sujeto libre y soberano que privatiza el campo de su visión. En cierto modo, cuando Leibniz propuso su teoría de las mónadas como unidades estructurales y singulares estaba anticipando un universo de imágenes que, como las mónadas, fragmenta el mundo en una relatividad básica ante la ausencia de un punto de vista omnisciente. Las imágenes-mónadas de la actualidad parecen albergar en su esencia el universo de toda una mirada individual. Los espacios digitales de protesta vertebran esas imágenes-mónadas y añaden una dureza a la mirada que no se contenta con el suave acto narcótico del scroll a través de las redes sociales.
En el cuadro de Magritte el ojo ve y es visto en una representación de la mirada que se plegaba hacia el interior para ver el exterior que caracterizó buena parte del imaginario psicológico de una fracción del modernismo artístico. Esta forma de entender el ojo como un universo plegado sobre sí mismo es atractiva; sin embargo, lo que caracteriza al sistema de mirar en las redes sociales no es la mirada hacia el interior, sino la asunción de que la mirada individual necesita exteriorizarse. Las redes sociales exteriorizan las miradas individuales, las exponen públicamente y los usuarios deciden hacer visible sus mundos íntimos en alta definición. La fascinación estriba en que otros se fascinen con otra mirada, como si la intimidad se hubiera convertido en un bien social que necesita ser visto para existir. Es una lógica un tanto perversa en la medida en la que sume al sujeto en un ciclo de exposición en los que la gratificación en redes viene seguida de la ansiedad hasta que la imagen de uno mismo se convierte en un falso espejo sumamente frágil. Todas las intimidades expuestas son fractales: patrones frecuentes que se repiten en escalas más o menos pequeñas según el alcance y la visibilidad en redes de las imágenes producidas. Por perversa que resulte esta lógica, al mismo tiempo revaloriza al individuo y consigue que, paulatinamente, todas las imágenes de las redes sociales sean micronarraciones que hablan de mí, de ti o de nosotros: es la empatía de quienes no quieren trasladar el yo al espacio de otros, sino simplemente compartirlo.
Los espacios digitales de protesta consiguen que estas micronarraciones escapen del flujo de circulación de bienes emocionales y reivindican la fusión del cuerpo con la imagen añadiendo densidad a la visión, logrando una opacidad que sitúa al observador en la tesitura de analizar sus propios actos de visión y desmontar la suavidad con la que había mirado y juzgado todas esas imágenes. En el caso de TikTok la construcción de estos imaginarios de protesta se funda en la ironía y estetización, en la combinación de imagen y texto que transforman el meme o el uso de tags en enunciados performativos que operan sobre el contexto y lo traducen a unas coordenadas asimilables. Edmund Burke señaló que la persona está movida por lo no visible y que el miedo a lo que no se ve es parte de la emoción del mirar. Actualmente la persona se mueve por lo visible y el miedo a que no haya nuevo que la emoción que impulsa el acto de mirar. Solo así puede concebirse el espacio digital de protesta como miradas que irradian nuevas formas de imaginar y resignificar todas las imágenes pobres, como señala Hito Steyerl.
Estar en el mundo es el falso espejo y ver el mundo es el falso reflejo de un tiempo que tiende a querer imponer la presencia de la imagen — y también su ausencia a tenor de cuántas imágenes de la pandemia no fueron vistas como apuntan Diego Salgado y Elisa McCausland en su gran recorrido audiovisual en Imaginarios de una pandemia global — en un relato estilizado de la realidad, una búsqueda de un nuevo mito sublime —como fue la búsqueda de una imagen de la cúpula celeste, o la obsesión de la anatomía perfecta, o la naturaleza romántica y sublime de XIX—. Por el contrario, vivir en el mundo exige aprender a guiar los actos de visión para descubrir que las imágenes tienen el derecho a no significar y el arte tiene la obligación de no ser admirado. La memoria de la interfaz son imágenes colectivas al servicio de una imaginación activista. Es una memoria en forma de hiperenlace, de recuerdo de un saber ya tenido que siempre es recordatorio.
Konrad von Würzburg escribiría Herzmaere en el siglo XIII. Es una novela que merodea el amor cortés con un ligero tono erótico y una sublimación delirante de la mística romántica medieval. Un caballero y una dama están tan enamorados que sus cuerpos están conectados hasta el punto de convertirse en uno. Este tropo literario conduce a que el drama romántico concluya con el caballero melancólico lejos de su amada. A punto de morir pide que embalsamen su corazón y se lo lleven a la dama junto a un anillo que ella le proporcionó como recordatorio. El marido de la enamorada pide que lo cocinen y ella termina comiendo el corazón para, en la consumación del truculento amor hereos o la enfermedad de amor, morir con su corazón roto. La novela culmina con una sentencia didáctica que advierte sobre los peligros de no amar convenientemente. La intersubjetividad de los amantes, el enraizamiento de sus cuerpos y sentimientos es mortífero en el seno de la mística cristiana medieval. Siglos después esta intersubjetividad extrema de corazones regalados se ha trasladado al acto de regalar un corazón disecado en todas aquellas publicaciones que gustan. Actualmente la esfera del amor cortés se ha actualizado y la enfermedad del amor es un estilizado virus que interacciona en publicaciones y configura un presente en el que los usuarios regalan afectos. Sloterdijk advierte que en las esferas — entendidas como herramientas que permiten situar a la civilización en espacios históricos y en espacios de ser — en las que la humanidad se sitúa actualmente los sujetos ya no pueden producir un mundo completo, una idea del mundo en sí mismo. Los individuos aislados y depresivos habitan ambientes aleatorios una vez han perdido la capacidad de formar espacios de poder mental y emocional. La mística se ha perdido y queda la certeza de una política de emociones regida por cookies. La capacidad del espacio digital de protesta pasa por dinamitar los tropos del amor cortés perpetuados en todos los corazones sangrantes que alimentan el hambre caníbal de la interfaz y reivindicar espacios de poder emocional.
Las imágenes que nutren estos espacios se balancean entre el conflicto de su estetización de la protesta y su necesidad de resignificar la idea de activismo. Ahondar en la estetización de la imagen y sus filtros, ir más allá del sublime romanticismo replicado en patrones de interacción estereotipados implica comprender la intersubjetividad como detonante de un régimen escópico a través de una reivindicación de la autonomía del sistema de mirar y relacionarse con otros a través de la imagen. La imagen del individuo ya no intenta ser una ventana abierta al mundo — en este caso una protesta política — sino una puerta a un cuarto digital propio conectado con otros, como apunta Zafra. El espacio digital de protesta— en este caso concreto tiene unas circunstancias especiales a través de la cristalización de una rabia y emociones en elementos de organización con las propias redes — mana de este imaginario colectivo compuesto de micronarraciones individuales. La forma de acceder a él es a través de una memoria prostética — integrada por iconos simbólicos de las protestas del #BlackLivesMatter como las mascarillas, los puños levantados etc. — construida en relaciones intersubjetivas basadas en el intercambio de dones — likes, interacciones y visionados — que generan expectativas y compromisos. El valor de intercambio inserto en las relaciones en este espacio digital de protesta se genera a partir de códigos insertos en la imagen y analizados a través de su composición: la posición del individuo, la actitud, el contacto. Estos códigos conforman un lenguaje común que, interpretado debidamente, permite comprender el marco de relaciones intersubjetivas como un sistema que en el caso de las protestas del #BlackLivesMatter genera un escenario digital de protesta basado en la apropiación, la ironía y la estetización.
Cuando se trata de producir narrativas de la ideología, de identificación — relatos capaces de configurarse como credos implícitos de época — lo que ya no importa es el contenido mismo de los relatos: la propia “narrativa”, lo “contado”. Todo lo que decide nuestro nuevo tiempo ideológico, es pura y simplemente nada, irrelevancia, frente a lo único decisivo y ahora coronado: la misma estructura tecnosintáctica de su fábrica y difusión. Hoy ya no hay otra ideología que la del dispositivo: la ideología es el aparato mismo de producirla. 10
Las redes sociales conforman en la actualidad un espacio de confluencia entre la concreción de actos políticos e históricos y la subjetividad contenida en las reacciones mediáticas e individuales ante tales acontecimientos. Instagram se ha erigido en una red social capaz de proponer una interfaz de intersubjetividad mediada, es decir, los usuarios comparten imágenes que contienen elementos subjetivos y afectivos y, en la llamada economía de los afectos, demandan interacciones cuyo capital simbólico es la ganancia y el reconocimiento de la plusvalía de su subjetividad. Zappavigna destaca la temporalidad recreada en el timeline de Instagram: el diseño de la red social favorece la aparición de imágenes que no se caracterizan por su instantaneidad. El hic et nunc de estas imágenes no radica en su espontaneidad o capacidad para congelar el instante, en este caso un acontecimiento político filtrado a través de la cámara de un usuario. Radica en cómo a través del procesado de la imagen — filtros, retoques y cualquier mecanismo de edición — se crea una temporalidad propia cuya máscara estética contribuye a separar el acontecimiento capturado de su condición de representación. Zappavigna relaciona la condición de representación del acontecimiento al constructo identitario que se edifica en el momento en el que el usuario concibe el acontecimiento como un evento de desarrollo de su estilo e imagen personal. La persistencia, la replicabilidad, la escalaridad y la accesibilidad a las imágenes de este acontecimiento son factores que median en la repercusión informativa del evento; factores, por otra parte, alejados de criterios informativos tradicionales. En ese sentido, Instagram actúa como un medio expansivo que se nutre de las tácticas del usuario para generar una ecología mediática basada en experiencias diversificadas, contenidos diversos y participación abierta.
Por lo tanto, todo espacio digital de protesta es el lugar de realización de potencialidades políticas y sociales en base a los valores, deseos e ideales compartidos en medios líquidos por su vocación transversal como Instagram. El imaginario digital se concreta en espacios digitales de protesta que trasladan las reivindicaciones que acontecen en las calles a la interfaz y el timeline de la red social. De este modo, partiendo de la definición de Treré y Barassi no hay que concebir el imaginario digital articulado en imágenes dentro del espacio digital de protesta como otro simulacro o concepto nómada de un postmodernismo víctima de su inconcreción terminológica utópica, más bien como un espacio en la red en el que verdaderamente confluyen significados compartidos, prácticas políticas, ideologías y reacciones que expanden el significado del activismo digital. La definición final de estos imaginarios es la de formas polimórficas — imágenes, vídeos, memes etc — en las que agentes sociales proponen sistemas de valores que se imbrican en la estructura tecnológica y expanden la infraestructura material de la red social hacia un complejo ideológico. El imaginario compartido se compone de interacciones sociales y se concreta, a través de la interfaz, en las imágenes ostensibles y la intersubjetividad, en un espacio digital de protesta que crea su propio flujo de activismo y su propia memoria del acontecimiento político.
Para explicar cómo los usuarios trasladan el escenario de protesta a la interfaz y cómo conforman un imaginario inventado en la red, Zafra retoma a Canclini y propone una cultura-red basada en la circulación. A partir de la apropiación y el uso y producción de momentos de vida, Zafra redefine la noción de circularidad descentralizada como un flujo informativo en el que los individuos se resignifican, intercambian valor simbólico y proponen interacciones cuya circulación no se interrumpe ni depende de una jerarquía comunicativa establecida. Las imágenes individuales son reapropiadas y mediadas en un espacio digital público en el que el prosumidor también elabora sus propias relaciones y condiciona la representación del acto de protesta. En esa línea, el individuo, en la gestión de los afectos marcada por una economía de la subjetividad, recurre a un intercambio intersubjetivo motivado quizá por un concepto clásico como el del don con el que Marcel Mauss preconizó hasta qué punto el intercambio de objetos entre grupos condiciona las relaciones del grupo creando una relación de reciprocidad necesaria en el receptor. En el mercado de la interfaz, las interacciones a partir del impacto de la publicación de una imagen en Instagram son una forma de gestionar el don y regular la gestión del afecto, de manera que el espacio digital de protesta está marcado por un intercambio y unas relaciones intersubjetivas que desplazan el foco de activismo desde la reivindicación en sí misma hacia las relaciones que esa reivindicación genera. Zafra habla, por lo tanto, de un desdoblamiento de la figura individual conservando la idea de cuerpo en una hipermovilidad que desplaza el movimiento por el espacio digital de la protesta a un desplazamiento de la mirada y, en definitiva, a un «ser en el mundo, estando en casa».
Por su parte, Catalá Domenech ha entendido la interfaz como el espacio de confluencia entre las instancias cognitivas del individuo y la dimensión concreta y dramatúrgica del objeto de la imagen. En esa interfaz se desarrolla una iconicidad que es la base para desentrañar todas las relaciones sugeridas en esta cultura-red. La iconicidad permite trazar los encuadres que condicionan la recepción de las imágenes, entendiendo la representación como un fenómeno intencionado y guiado que condiciona el contexto de la protesta y la dinámica de relaciones digitales con las autoridades, los usuarios e incluso los medios de comunicación. La identidad colectiva se revela en el análisis de las imágenes y su concepción como vehículos de encuadre que transmiten mensajes concretos sobre las relaciones gestadas en el espacio digital de protesta. Los medios tradicionales han perdido su capacidad para invertir las relaciones de poder visual desiguales que se dan, en ocasiones, entre observador y observado. Porque quien decide subir una foto en el espacio digital de protesta está revalorizando su acto y, al mismo tiempo, exponiéndose al juicio de mirada de un observador anónimo.
El periodismo tradicional, habituado a trabajar con la singularidad de imágenes destacadas, hechos noticiosos de gran relevancia mediática y material gráfico de gran impacto, parece incapaz de conectar con la sobreabundancia de imágenes y narrativas individuales que proponen un régimen de visibilidad política fracturado. Autores como Kuntsman han destacado la importancia del selfie acuñando el concepto de ciudadanía selfie como una herramienta de movilización de la conciencia política. El periodismo debería aproximarse a estas imágenes con una actitud que permita distinguir el posible potencial del selfie o el posado como actos de ciudadanía que empoderan al colectivo y conforman ritos de comunicación propios sobre el acto de protesta. Las prácticas tecnosociales insertas en las imágenes no son vistas por los medios como una oportunidad para aproximarse a nuevas formas de mostrar la intimidad, vulnerar el espacio, reinterpretar la idea de ciudadanía o incluso reapropiarse del imaginario político. Con frecuencia el análisis de estas prácticas se limita al carácter transgresor o disruptor, pero hay que incidir en el modo en que los actos de visión de los usuarios de Instagram pueden llegar a conformar actos de protesta a través de la mediación de la intimidad y subjetividad capaces de integrarse en el discurso mediático. Como todo fenómeno social, las imágenes que conforman el espacio digital de protesta actúan, además de como prótesis de memoria mediática, exhibiendo las dinámicas contradictorias de proximidad, alejamiento y capitalización del descontento. De este modo la coexistencia por un lado de la construcción de una identidad pública y una imagen a través de la performance con el propio cuerpo y, por el otro, de su aprovechamiento de un acto de protesta para imbricar esa identidad y performance desarrollada en un timeline y generar una micronarrativa, constituyen un claro ejemplo de la permeabilidad de los fenómenos sociales: vasos comunicantes entre cuestiones aparentemente tan dispares como la moda y la protesta política.
Así, el espacio digital de protesta se rebela contra el necrocapitalismo esbozado por Berardi y latente en ese capitalismo de plataformas descrito por Ingrid Guardiola al interrumpir el estado de no existencia de las redes sociales y desarrollar la capacidad del individuo para abandonar ese estado paralizante de desarrollo eterno. La estetización de la protesta no debe ser vista como una banalización de su significación política. El análisis de estas imágenes muestra con frecuencia un proceso de estetización y estilización del acto de protesta, en el que el individuo ocupa el centro de la composición de la imagen. Alper reflexiona sobre la estetización como un proceso que aísla al receptor del contexto emocional del acontecimiento y conduce a un encuadre ideológico en el que la representación del conflicto es más relevante que el conflicto en sí mismo 20 La estetización es un proceso clave ya que permite entender la conformación de una serie de signos que estimulan el carácter icónico de la imagen y su componente performativo, es decir, su capacidad para generar significados y realidades por sí sola. El carácter icónico de estas imágenes seleccionadas emana de su contenido, de su éxito o fracaso como imágenes que pretenden motivar un intercambio de subjetividad. La performatividad conduce a la imagen a crear una realidad que no se encontraba previamente: un espacio digital de protesta formado por una intersubjetividad, un conjunto de visiones subjetivas individuales que se intercambian y regulan en base a su carácter icónico, el cual oscila entre la asociación de la belleza y la imagen propia en un entorno caótico o el individuo rodeado de llamas como hiperestilización dramática del descontento. También reencuadran la realidad construyendo sus propios símbolos nativos de la protesta en una suerte de encuadre legitimado.
Un vistazo al timeline muestra imágenes que destacan por encima de aquellas que se quedan en la superficie hipócrita de la falsa empatía. Todas ellas están conectadas por el uso irónico del símbolo y conducen a la creación de un sistema de valores nativo que germina en los encuadres de legitimación y en su divergencia se refleja el carácter azaroso de las interacciones de usuarios en Instagram solo conectadas a través de la reformulación de lo cotidiano. La ironía es una de las relaciones principales que se establece a partir de la interacción a través de la interfaz. Esta ironía se basa en una apropiación de iconos habitualmente imbuidos de una carga simbólica negativa y revierte la valencia de este símbolo otorgándole una carga reivindicativa y metarreflexiva: el icono pasa a ser observado desde fuera, como objeto de reflexión, estimulando la autoconsciencia de los receptores. Zafra (2010) considera que la ironía es el único mecanismo relacional capaz de reapropiarse de la barbarie en forma de caos de imágenes y esquemas de pensamiento insertos en Internet y en las redes sociales, considerándola junto a la parodia como instrumentos de creación de comunidades digitales alrededor de esquemas de pensamiento críticos.
El espacio digital de protesta, su imaginario estético, su activismo intersubjetivo y su potencialidad de hackear la interfaz pueden atisbar una zona de desarrollo próxima en la que el individuo sea capaz de invertir las lógicas de esas mismas plataformas que buscan canibalizar todo acto disidente de mirada. El trabajo de Shelley Jackson es un poema hipertextual inserto en la literatura electrónica que adelanta formas de modular la interfaz y personalizar la navegación del usuario. Como muestra de literatura ergódica requiere que el lector se involucre activamente con el texto proponiendo una lectura digital en la que constantemente hay que rascar un significado adicional. En cierto modo toda vanguardia antecede una normalidad y, del mismo modo que los memes no dejan de ser concreciones de la poesía concreta y la poesía visual, la obra de Jackson demostró la potencialidad de herramientas como Storyspace. Los espacios digitales de protesta tienen la capacidad de ofrecer una mirada ergódica que vaya más allá de los suaves contornos de la interfaz y actos de conciencia. Existe una nueva forma de gramática audiovisual en la que el objeto de protesta tiene su propia perspectiva. El selfie y las imágenes del individuo intentan, a través de los filtros y las capas textuales, crear su propia máscara para rebelarse contra el ser fenomenológico que es pura percepción escondido en los algoritmos de cada perfil en una red social. Retorciendo a Agamben cuando afirmó que el individuo consigna su identidad a algo que le pertenece de manera intima y exclusiva, pero con lo que no se puede identificar, todo espacio digital de protesta reclama una determinada imagen con la que identificarse. Quizá no sea una imagen definitiva, quizá sea un activismo utópico, pero pertenece a todos los usuarios que están dispuestos a enunciar performativamente su realidad para ofrecer, con su imaginación transformadora, contextos más cercanos.
Fuente: Cine Divergente